Hay futbolistas que pasan por los clubes. Y hay otros que se quedan a vivir en ellos, aunque vistan otra camiseta o viajen bien lejos. Vicente Iborra ha sido, es y será uno de esos últimos. Un hijo del Levante UD, un capitán sin brazalete cuando hacía falta, una voz de vestuario que sonaba incluso cuando estaba a cientos de kilómetros. Ahora, que ha colgado las botas, el fútbol pierde a un gladiador silencioso pero recuerda y erige a una leyenda del fútbol valenciano.
Nacido en Moncada, y forjado entre Alfara, Don Bosco y Buñol, Iborra debutó con el Levante en 2008 en plena batalla por la supervivencia. Apenas era un chaval, pero tenía el corazón forjado en el yunque de la adversidad. El descenso de ese año no fue un tropiezo: fue el inicio de una historia de amor inquebrantable. Dejó huella en Segunda, volvió con el equipo a Primera en 2010 y se convirtió en el equilibrio perfecto entre fuerza y pausa. Un mediocentro con cabeza de central y corazón de delantero. Un líder sin estridencias. Un hombre que sufrió en lo personal, pero que siempre tuvo Alma para levantarse.
Anhelado año tras año por el Valencia CF, finalmente su calidad lo llevó al Sevilla, donde tocó el cielo: tres Europa League consecutivas (2014, 2015 y 2016), convirtiéndose en uno de los capitanes más queridos de un vestuario legendario. Líder con y sin brazalete; capitán dentro y fuera del campo. Después vinieron Leicester y Villarreal, donde amplió su legado y volvió a levantar otra Europa League en 2021. Títulos, ciudades, himnos…pero su mirada siempre volvía al Ciutat de València. Tanto es así que en el mismo césped, mientras celebraba una Conference con el Olympiacos, su cabeza y corazón ya latían en el Ciutat. Y así fue, el brazalete que más pesaba no era el que llevaba en el brazo, sino el que le ataba al alma del Ciutat. Su regreso en 2023 no fue un gesto romántico. Fue un acto de fidelidad. Con 35 años, bajó a Segunda por convicción, no por comodidad. Porque sabía que el equipo necesitaba no solo un buen jugador, sino un líder. Alguien que guiara en la sombra, que protegiera al escudo como lo hizo desde el primer día. Iborra renunció a todo y volvió para ayudar al equipo de su vida. Sin promesas, sin focos. Solo con el deseo de sumar. En una categoría que quizás no le correspondía por nivel, pero sí por compromiso. Jugó, sufrió, alentó…y subió al equipo de su vida.
Una vida dedicada al fútbol, pero también a las personas. Para el recuerdo quedará la imagen de él junto con su familia ayudando en plena Dana. Sin luces, sin cámaras, sin taquígrafos. Caminando sobre un puente a media tarde, cargados de comida y únicamente registrados por un móvil furtivo que a duras penas lo reconocía. O la gran cantidad de iniciativas solidarias y formativas con el futbol base en las que participa desde que dio el salto a la élite.
Hoy, Vicente Iborra dice adiós al césped. Pero no al fútbol. Porque hay jugadores que trascienden el juego. Él es uno de ellos. Un líder de verdad, de esos que no necesitan gritar para ser escuchados. Un one club man a su manera porque, vistiera la camiseta que vistiera, siempre llevaba la del Levante sobre la piel.
Un futbolista de raza, de valores, de entrega. Una buena persona, honesta y amable; de esas que pocas veces te regala un deporte como el fútbol. Y, sobre todo, un granota eterno, porque hay escudos que no se quitan. Se llevan tatuados en el alma. Gracias, Ibo.
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