Por una carambola familiar, en el último partido en casa me vi fuera del estadio mucho antes del último pitido. No era la primera vez, no es esta una de esas experiencias iniciáticas que anclan recuerdos o asestan todo tipo de traumas. Ya me había ido de Mestalla antes del final en otras ocasiones, las dos que recuerdo a causa de una tormenta. En la primera el estadio nos castigó con el último tanto de una goleada mientras huíamos del aguacero; lo marcó un jugador que hoy nos parece de una galaxia tan lejana como una liga de béisbol: Justin Kluivert. En la segunda, el año pasado, Natalia, heroica compañera, aguantó hasta que pudo una de esas escasas ocasiones en que nuestra ciudad se viste de negro por sorpresa, como si viviéramos en el Amazonas, y se nos derramaba el cielo mientras ganábamos al Almería. La lluvia lo hace todo más épico, apunté. Estoy tiritando, replicó. Y aquello fue suficiente para abortar mi plan de calarme de victoria hasta los calcetines.

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