Por una carambola familiar, en el último partido en casa me vi fuera del estadio mucho antes del último pitido. No era la primera vez, no es esta una de esas experiencias iniciáticas que anclan recuerdos o asestan todo tipo de traumas. Ya me había ido de Mestalla antes del final en otras ocasiones, las dos que recuerdo a causa de una tormenta. En la primera el estadio nos castigó con el último tanto de una goleada mientras huíamos del aguacero; lo marcó un jugador que hoy nos parece de una galaxia tan lejana como una liga de béisbol: Justin Kluivert. En la segunda, el año pasado, Natalia, heroica compañera, aguantó hasta que pudo una de esas escasas ocasiones en que nuestra ciudad se viste de negro por sorpresa, como si viviéramos en el Amazonas, y se nos derramaba el cielo mientras ganábamos al Almería. La lluvia lo hace todo más épico, apunté. Estoy tiritando, replicó. Y aquello fue suficiente para abortar mi plan de calarme de victoria hasta los calcetines.
Este último abandono, sin embargo, el de hace unos días, fue el único que perpetré con el resultado incierto. Me fui sobre el minuto 63 y antes de salir pitando, en el acto de fe más absurdo de un valencianista en el presente, estiré unos instantes mi marcha porque lanzábamos un córner a favor. Qué ocurrirá antes, me pregunto ahora: marcaremos de saque de esquina -lanzamiento y remate, eh, si acaso prolongación, nada de rechaces- o se marchará el magnate. Quizás, me respondo, vaya todo junto, quizás ese cabezazo funcione como un exorcismo liberador en todos los estamentos de la entidad. Quizás Lim abomine ese fútbol atávico, tan poco familiarizado con ideas como el nerworking, y diga sanseacabó.
El caso: aquel córner acabó en nada y me fui con un fabuloso empate a cero. Era tan pronto y con tanto -o tan poco- por hacer que a quienes pedía disculpas mientras tropezaba con sus rodillas ni siquiera me lanzaban una mirada sancionadora. Al contrario, eran ellas y ellos, mis compañeros de fila, quienes se lamentaban por tener que dejarme ir. Algo gordísimo le habrá pasado a este chico, debían de pensar, y se encogían en silencio a mi paso. Creo que alguno, con quien no habré cruzado nunca una sola palabra, me dio una palmadita en la espalda a modo de pésame.
Mientras descendía hasta la calle dediqué un breve recuerdo a aquellos compadres que abandonaron entre maldiciones la grada en el descanso del partido de vuelta de la semifinal de Copa contra el Getafe, ya saben a qué me refiero. Con qué superioridad les miramos el resto de la temporada.
Mestalla, por otro lado, es un enclave que empuja a la desbandada prematura: muchísima gente proviene de un cinturón de municipios más o menos lejanos; el apelotonamiento en los aparcamientos, el colapso del metro, los embudos en las salidas de la ciudad. Todo ello provoca esa imagen de grupos picando espuela cuando se anuncia el descuento. Lo alucinante es que muchos se marchan con el marcador en vilo. Es un acto poético, una declaración de amor: qué importa el final, lo importante es el viaje, dicen sus asientos vacíos. Aunque ese viaje sea este Valencia.
En mi huida solitaria también me dio tiempo a reparar en el espectáculo de las bambalinas. Desde sus tripas, Mestalla parece un ser mitológico. Los miles de murmullos, alaridos y lamentos componen una sola voz, herida y cavernosa, como un gigante encerrado en una jaula.
Al final de la escalera, una trabajadora solitaria me abrió la puerta con su correspondiente muestra de compasión. Ya fuera me encontré con otros descarriados como yo y me pregunté qué horrible noticia les habría arrancado de su butaca. Me hacía gracia imaginar que alguno de ellos fue súbitamente consciente de toda el tiempo malgastado y empezó a gobernar su vida tras el enésimo córner fallido, como quien estruja su último paquete de tabaco tras superar una neumonía.
Bajé al metro desierto y me sorprendió que otros con la elástica bien ajustada, otros que se habían largado vilmente del estadio, ni siquiera llevaban auriculares para conocer el desenlace. Simplemente les traía sin cuidado lo que habían dejado atrás. Escuché con cierto alivio cómo el partido acababa igual que lo había dejado, me arrellané en mi asiento y sentí el gustito de volver a casa en soledad, en lugar del habitual asardinamiento que deviene el tren que viaja al sur tras cada encuentro. Incluso pensé: mira, esto podría ser un artículo, y me felicité por la idea. Una parada después ya me sentía miserable por encontrar confort y hasta literatura en mi deserción. Nadie se va indemne de un partido a la mitad y no hay fuerza mayor que valga.
Al llegar a casa, por suerte, la realidad vino a rescatarme: esa madrugada, una niña rubísima y sanísima nació en un hospital de la ciudad. La previsible llegada de Valeria, nuestra sobrina, había sido la causa que movió resortes familiares y activó mi fuga del campo. Cuando crezca me gustaría decirle que nunca se ponga los auriculares para saber cómo acabó la fiesta que dejó atrás, que se ponga cómoda y simplemente disfrute del viaje, que se centre en la próxima parada. Que no sea demasiado como su tío, vaya. Sospecho que en lugar de eso le diré que me debe 27 minutos de un partido el día en que nació, aunque seguramente le costará poco averiguar que soy yo el que se los debe a ella.
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