El primer paso para afrontar una crisis pasa por perimetrar su magnitud. En esos criterios, mi compañero Pau Pardo trazó el “Informe Corona” en este periódico, exponiendo con detalle la involución de los últimos cinco años de gestión desde el crack del 19 inducido por Peter Lim. La conclusión es evidente. El Valencia no está atravesando sólo una mala racha, sino que sufre las consecuencias de haber experimentado la mayor devaluación de su historia. Una realidad tan triste como incontestable, que no se debe rehuir en el debate si aspiramos a que el equipo de Baraja logre remontar el curso de una temporada herida desde su base.
El fútbol puede llegar a ser azaroso, aleatorio, caprichoso, pero con el tiempo siempre acaba siendo justo, tremendamente preciso. Siempre acaba premiando o castigando la gestión, el modelo de club, la ambición. Quizá una mano imposible de Oliver Kahn a Carboni te pueda apartar para siempre de conquistar una Champions, pero ese gran trabajo te conducirá a ganar un año después la Liga.
El Valencia calcó en este inicio de temporada, la misma mala racha de la campaña 99-00. Cuatro derrotas y un empate en cinco jornadas. Hablando con Javier Subirats de aquel maleficio en el primer año de Cúper, el maestro e ideólogo del mejor Valencia de siempre me respondía despreocupado: “Siempre estuve tranquilo, por una razón: Teníamos un equipazo. Antes o después iba a despegar”.
Es decir, ante la irrupción de crisis por los contratiempos de un juego impredecible, la capacidad de reacción porque las bases sean las óptimas. Por la coherencia en la sucesión de cuerpos técnicos en los ejercicios precedentes, por la fiabilidad para atacar el mercado en los momentos decisivos y fichando los perfiles ideales. Más: por la arquitectura interna de un vestuario en la que la presencia de futbolistas experimentados logre absorber la presión, taponar la herida, compartir el liderazgo del entrenador. En definitiva, establecer las herramientas para que el equipo sepa encajar golpes, se autorregule, domestique el destino.
Ahora se asiste a la peor crisis, en el peor momento para afrontarla. Por la poca autonomía, cierto, de unos ejecutivos locales sobre los que pesa la responsabilidad del botón rojo tras un lustro de caída libre. Pero sobre todo por un primer equipo de chavales honrados que sostienen un club entero desprovistos de los resortes para hacer frente a la tormenta y que, de rebote, ya ve cómo el chaparrón poco a poco se cierne sobre ellos al grito de “no corren”, “no están implicados”, “mercenarios”. Por la frustración de saber que ni incluso con un perfil como Baraja, que convoca historia, carisma, capacidad y amor por la entidad, llega a ser suficiente para evitar el impacto.
El primer paso para afrontar una crisis pasa por perimetrar su magnitud y contar con los recursos para afrontarla. Y la realidad es que se ha abusado de la capacidad de resistencia de un Valencia que, de momento, si no ha caído al precipicio ha sido por la fortaleza de unas raíces y una cultura de club presentes muchas décadas antes de la llegada de Peter Lim. El Valencia se está salvando con masa social y cantera, con el talento histórico de Paterna y con la incondicionalidad de 45.000 espectadores que nunca fallan en Mestalla, y no porque confíen en la capacidad de gestión o las promesas del mandamás ausente, sino porque seguimos estirando constantemente la apelación emocional al escudo. Y así no se puede vivir siempre. Se ha normalizado una confusión: el instinto de supervivencia como un proyecto, como una rutina productiva, barnizada de sostenibilidad.
De esa emergencia desesperada puedes salir airoso de forma puntual, como en el milagro de la salvación de la temporada 22-23. Sin embargo, tratar de dar pasos permanente de esa forma extrema, debilitando más un equipo exprimido, no solo es imposible, sino que además petas. Y un día te ves con 5 puntos de 24 tras cinco temporadas sin Europa.
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