Un semáforo que se puso en verde, en la calle Ramon Trias Fargas, impidió que los Mossos detuvieran a Carles Puigdemont. El expresidente de la Generalitat regresó a Barcelona escoltado por la cúpula de Junts, pronunció un discurso ante un millar de incondicionales a escasos metros del Parlament y se perdió entre el tráfico de la Ciudad Condal, acomodado en el asiento trasero de un Honda HR-V, dejando atrás al agente que le perseguía a pie.
Puigdemont recurrió, para ello, a una rocambolesca maniobra de distracción. Tras abandonar el escenario desde el que había arengado a sus fieles, se dirigió a una carpa instalada por la organización. Allí se quitó la americana y salió confundido entre una treintena de seguidores, todos cubiertos con un llamativo sombrero de paja.
En ese momento, según explicaron luego los Mossos, un Honda HR-V blanco, conducido por una mujer, salió por la rampa del parking subterráneo situado en el paseo de Lluís Companys. Puigdemont cambió entonces su sombrero de paja por una gorra deportiva y se introdujo en el coche junto al secretario general de Junts, Jordi Turull.
Una escena de vodevil que causó estupor en los medios de comunicación internacionales. «Buscan a un líder separatista catalán tras el ‘ridículo’ de su fuga ante 300 policías«, informaba al día siguiente The Times en su edición digital.
Por su parte, Associated Press explicaba que Puigdemont «jugó al gato y al ratón» en su «sensacional regreso a España» y pronunció un discurso ante «una gran multitud de seguidores en el centro de Barcelona, bajo las narices de los agentes de Policía, que no hicieron ningún intento de detenerlo«.
Ya de regreso a Waterloo, el líder de Junts pudo presumir de haber consumado un nuevo desafío al Estado: tal como había prometido durante la campaña electoral, regresó a Cataluña coincidiendo con el debate de investidura de Salvador Illa como presidente de la Generalitat. Pero finalmente renunció a entrar en el Parlament, ya que los Mossos habían blindado todos los accesos para detenerte.
Aunque esta segunda fuga de Puigdemont —de la que el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, se desentendió por completo— respondía a un doble fracaso.
En primer lugar, Puigdemont sigue sin poder pisar libremente suelo español, a pesar de la Ley de Amnistía que negoció a su medida, durante meses, con los emisarios del PSOE en Suiza, y que fue aprobada definitivamente por el Congreso de los Diputados el pasado 30 de mayo.
En segundo lugar, aquel 8 de agosto, mientras el Parlament comenzaba a debatir la investidura de Illa y Puigdemont daba esquinazo a los Mossos, ya era evidente que el líder de Junts había perdido el pulso que mantuvo durante meses para que el PSOE le permitiera recuperar la Presidencia de la Generalitat. Un cargo del que, sostiene, fue despojado de forma ilegítima en 2017 por la aplicación del artículo 155 de la Constitución.
A lo largo de la campaña de las elecciones catalanas, que protagonizó ante militantes de Junts trasladados en autobús hasta distintos puntos del sur de Francia, Puigdemont había elevado el tono desafiante de su discurso.
Durante el acto de cierre de campaña, celebrado en Elna (Francia), animó a seguidores a dar «un puñetazo en la mesa» el día de las elecciones, para decir: «Basta ya de maltratar a los catalanes y que no pase nada, que no tenga consecuencias».
«Basta de no poder dar a nuestros hijos el futuro que se merecen porque tenemos que pagar la fiesta permanente de Madrid. ¡Se acabó la fiesta!«, proclamó.
Sin embargo, el resultado de los comicios del 12-M no le permitió cumplir esta amenaza. El PSC liderado por Salvador Illa fue la fuerza más votada con 42 escaños, siete más que la lista de Junts encabezada por Puigdemont.
ERC sufrió un severo descalabro: perdió 13 diputados y se quedó con sólo 20. Con todo, suficientes para garantizar junto a los Comunes una mayoría estable para mantener a Illa al frente de la Generalitat. El precio, un nuevo sistema de financiación privilegiada, similar al concierto vasco, que rechazan los barones socialistas de todas las demás regiones.
En las reuniones mensuales celebradas en Suiza, ante un mediador internacional, Puigdemont exigió al PSOE que le permita recuperar la Presidencia de la Generalitat, pese a haber perdido las elecciones, del mismo modo que Junts sostiene a Pedro Sánchez en la Moncloa, pese a haber perdido los comicios generales del 13-J.
Pero Sánchez en ningún momento llegó a plantearse esta posibilidad. Tras haber perdido buena parte del poder autonómico en los comicios del 28-M de 2023, hacerse con el gobierno de la Generalitat permite al PSOE reivindicar que todas sus concesiones a los independentistas (desde los indultos a la rebaja del delito de malversación, la derogación de la sedición, la cesión de las competencias sobre inmigración o la amnistía) han contribuido a recuperar la «normalidad» en Cataluña.
Desde Bélgica, Puigdemont lanzó el pasado día 9 su enésimo órdago, al exigir que el presidente Pedro Sánchez se someta a una moción de confianza en el Congreso de los Diputados, para comprobar si sigue contando con el respaldo de la Cámara.
Aunque la tramitación de la Ley de Amnistía —que Sánchez y varios de sus ministros habían considerado antes «inconstitucional»— no ha sido precisamente fácil. Los siete diputados de Junts tumbaron el texto en las Cortes, en la primera votación del 30 de enero, por considerar que no incluía suficientes garantías para el regreso de Puigdemont a España.
Se inició entonces una nueva tanda de negociaciones (en las que jugó un papel destacado el abogado del expresident, Gonzalo Boye) para lograr que el texto incluya dos de los delitos a los que se enfrentaba o podría enfrentarse a Puigdemont: el de terrorismo (por el que estaba ya investigado en la causa del Tsunami Democràtic) y el de alta traición, por sus contactos con agentes del servicio de Inteligencia ruso, investigados por el juez Joaquín Aguirre en el caso Volhov.
A petición del Senado, la Comisión de Venecia (que actúa como órgano consultivo del Consejo de Europa) hizo público en marzo su dictamen sobre la Ley de Amnistía, con severas objeciones.
Determinó que una amnistía no puede estar diseñada a la medida para beneficiar a «individuos concretos», recordó que para que logre su objetivo de reconciliación tiene que ser aprobada por un amplio consenso y criticó que el alcance del texto sea demasiado amplio, tanto en su ámbito temporal como en la tipificación de los delitos que cubre.
Pese a ello, el ministro de Justicia, Félix Bolaños, presumió de que el órgano consultivo había avalado plenamente la constitucionalidad y conveniencia de la norma.
Por su parte, los letrados del Senado alertaron de la «clara inconstitucionalidad» de la norma, en el informe jurídico que elaboraron cuando el texto llegó a la Cámara Alta.
«Desde el punto de vista material», señalan en su dictamen, «el Senado se encuentra ante una reforma de la Constitución encubierta, o bien, requerido para continuar con la tramitación de una norma inconstitucional «in toto» y cuyos vicios de inconstitucionalidad no podrían depurarse en esta fase ni en ninguna otra, pues supone una invasión del contenido esencial de varios derechos y de la separación de poderes, que son las dos notas características del concepto de Constitución».
El Congreso de los Diputados aprobó definitivamente la Ley de Amnistía el 30 de mayo, pero el Gobierno retrasó su publicación en el BOE hasta el 10 de junio, el día siguiente de las elecciones europeas del 9-J, para evitar que se colara en el debate de la campaña electoral.
De las 500 previstas inicialmente, hasta ahora se han beneficiado de la medida de gracia poco más de 150 personas. De esta cifra, casi un centenar son agentes de Policía y Guardia Civil que estaban procesados por las cargas del 1-O.
Pero también alcaldes procesados por ceder locales públicos para la celebración del referéndum ilegal, manifestantes encausados por lesiones o tenencia de artefactos explosivos, y dirigentes independentistas como la secretaria general de ERC, Marta Rovira, o el exconseller de Interior Miquel Buch (que había sido condenado a cuatro años y medio de cárcel por malversación, por haber destinado a un agente de los Mossos a proteger a Puigdemont en Bruselas).
«Les hemos hecho tragar la amnistía«, presumió el pasado mes de junio Marta Rovira, después de que el juez Pablo Llarena levantara la orden de detención que pesaba contra ella por un delito de desobediencia por la organización del 1-O. Pese a todo, la dirigente de ERC ha decidido mantener su residencia en Suiza, donde se instaló en 2018 tras huir de España.
Pero la norma, que ha sido recurrida por el PP y varias comunidades autónomas ante el Tribunal Constitucional, no ha logrado despejar del todo el horizonte judicial de Carles Puigdemont.
El ya exjuez de la Audiencia Nacional Manuel García-Castellón se vio obligado el pasado 8 de julio a archivar la investigación sobre el Tsunami Democràtic —en la que Puigdemont y Marta Rovira estaban siendo investigados por un delito de terrorismo—, por haber dictado fuera de plazo la prórroga de la causa.
En una decisión respaldada por la Sala Penal del Tribunal Supremo, el magistrado Pablo Llarena determinó que la Ley de Amnistía no es aplicable al delito de malversación de fondos públicos atribuible a los principales organizadores del referéndum ilegal del 1-O.
Esta decisión no sólo afecta a los fugitivos de la Justicia que evitaron sentarse en el banquillo (Puigdemont y sus consellers Lluís Puig y Toni Comín), sino a los que ya fueron condenados por este delito en la sentencia del procés que el Supremo dictó en octubre de 2019: Oriol Junqueras, Jordi Turull, Raül Romeva y Dolors Bassa.
En virtud de aquella sentencia, Junqueras está inhabilitado para ocupar cargos públicos hasta julio de 2031, Bassa hasta octubre de 2031 y los exconsellers Turull y Romeva hasta julio de 2030.
Todo indica que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) tendrá la última palabra para resolver sobre la aplicación de la Ley de Amnistía. Hasta entonces, los siete diputados de Junts, liderados desde Waterloo por Carles Puigdemont, tienen en su mano la estabilidad del Gobierno de Pedro Sánchez.