La verdad es que Andrés Hurtado, hombre de ciencia, anticlerical, crítico, epicúreo, no ha sido nunca un personaje que me haya caído bien. Aun así, siempre espero que el final de El Árbol de la ciencia (1911; Cátedra, 1985) pueda haber cambiado. Pero no, lo vuelvo a leer y no cambia. Es cierto que resulta coherente con la trama, con el estilo escueto y directo y quizá algo descuidado en el que Pío Baroja redacta, y con la filosofía que la hace posible. Vale; pero a uno, a veces, la incoherencia le puede parecer hasta necesaria. Pero aquí no aparece. Es una novela coherente en su pesimismo, retrato de la vertiente más significativa de la Generación del 98 en la que se muestra una crítica despiadada de la España del momento, pero sin aportar solución alguna, ni tan siquiera en el plano personal del propio personaje.