Quince años después, los supervivientes y las familias de las víctimas del JK 5022 siguen transitando el mismo limbo que marcó aquellas dramáticas primeras horas en el aeropuerto de Gando.
A las dos de la tarde del miércoles 20 de agosto de 2008 quién iba decir que se iniciaría para muchísimos canarios en general y grancanarios en particular uno de los momentos personales y profesionales más dramáticos y a la vez intensos de los que vinculados a un suceso se han vivido en el Archipiélago, más allá incluso de la tragedia aérea de Los Rodeos de 1977, cuando dos aviones colisionaron en pista provocando la muerte de 583 personas; en aquellos dos aparatos viajaban casi 600 turistas de Países Bajos y Estados Unidos, principalmente, pero el avión que aquella tarde de verano se había estrellado en el lateral de una de las pistas de Barajas estaba ocupado casi por completo por familias de Gran Canaria, y esa proximidad hacía más dolorosa aquella situación. Perdieron la vida 154 personas pero quién lo iba a decir a las dos de la tarde, cuando los informativos nacionales abrieron sus programas anunciando un accidente junto a la T4 del aeródromo madrileño.
Quince años después, las familias siguen llorando a sus desaparecidos y, también, continúan sin saber a ciencia cierta qué sucedió ese día mientras se siguen estrenando documentales basados en aquellos hechos y en el testimonio de los supervivientes, producciones que, lógicamente, no satisfacen las dudas ni confirman a los afectados quiénes tuvieron la culpa de este siniestro sino que alimentan el morbo y provocan la aparición de nuevos oportunistas.
Pero todo comenzó a las 14.00 horas de aquel miércoles cuando los telediarios, sin saber muy bien qué estaban contando, mencionan que un avión se había salido de pista. Poco minutos más tarde se anuncia que el McDonnell Douglas MD-82 de Spanair se dirigía a Gran Canaria y, tras las primeras escenas emitidas por la tele de la imponente columna de humo surgida en un lateral de la pista, todos supimos que aquello no pintaba bien.
En la redacción del periódico LA PROVINCIA/Diario, del grupo Prensa Ibérica, de Las Palmas a la por la por entonces jefa de local, Dunia Torres, también se le habían disparado las alarmas. Una de las periodistas más veteranas de la redacción, Marisol Ayala, ya tenía la libreta y la pluma en la mano mientras llamaba un taxi cuando Torres le dijo que se fuera al Aeropuerto de Gando.
Comenzaba en la redacción una tarde cuanto menos complicada sobre todo teniendo en cuenta que durante un mes de agosto en los periódicos hay bastante poca gente debido a los turnos de vacaciones. Marisol fue la primera en llegar y poco después le tocaba a quien escribe estas líneas, acompañado por un joven de prácticas que ojiplático se pegó a mí en la puerta de la sala de la primera planta del aeropuerto donde trasladaban a los familiares de los pasajeros del JK 5022. Se decía pasajeros porque aún nadie sabía cómo abordar la palabra «víctimas». Se sabía que las había pero no se conocía el número ni si existían supervivientes. Realmente nadie sabía –sabíamos– nada.
Esa es una de las cosas que ocurrió aquel día: nadie sabía bien el qué. Ni qué hacer, ni qué esperar, ni qué preguntar; ni qué decir a la vigésima persona que entrevistas y llora amargamente sin saber qué ha sucedido de verdad…
Dicen que siempre la respuesta ante estos casos es «hacer periodismo» pero no es fácil cuando a tu alrededor la gente está literalmente tirada en el suelo llorando, casi chillando, abrazadas unas a otras o preguntando como zombies a los periodistas si teníamos alguna noticia –»ustedes siempre saben más que nosotros; ¿hay supervivientes? ¿les han dicho algo?», repetían los familiares–. Ellos tampoco sabían muy bien qué estaban preguntando pero igual sucedía con los policías que trataban de ordenar a las casi 300 personas que en cuestión de 40 minutos llegaron al aeropuerto tras saberse el accidente de Barajas. Ni los políticos llegados a Gando sabían qué hacer ni qué decir ni cómo consolar a todas y a todos los que llegaban a ese aeródromo, ni responder a los medios de comunicación…
Con los años me di cuenta que en el transcurso de esa primera hora y pico en Gando los medios sanitarios y de rescate de Madrid aún no habían llegado al lugar del siniestro para atender a las víctimas.
Era impactante encontrarse frente a frente aquella tarde con un íntimo amigo en chancletas, con los pies llenos de arena todavía porque estaba esperando por su tío y sus primos en la playa para ir a recogerlos al aeropuerto, una visita que jamás llegó.
A poca distancia descubrías entre lágrimas a un vecino, el padre de nuestra mariposa playera que, demudado, no sabía ni qué decir ni qué hacer ni cómo consolar incluso él a los periodistas que nos lo encontrábamos. Fue en ese momento cuando la mayoría descubrimos que en ese avión, en el vuelo JK 5022 de Spanair, viajábamos todo.
De repente era de noche pero mientras comenzaba el goteo de datos no había parado de entrar gente a aquella maldita sala de la primera planta del aeropuerto: familiares cercanos, primos, amigos directos…
Los días posteriores continuó el drama en cientos de hogares; en muchos no se lo creían y en otros estaban paralizados por el miedo y el susto.
La macabra locura siguió con entrevistas a padres, madres abuelos, tíos, primos, vecinos compañeros de trabajo y algún que otro yo pasaba por aquí en los periódicos, las televisiones, las radios… Disparate que continuó con el recibimiento de los fallecidos en la Base Aérea de Gando, donde los periodistas acompañaban, sin saber muy bien por qué ni para qué, a familiares que nos miraban con cierto desprecio aguardando la llegada de coches fúnebres de color negro con los restos de las víctimas procedentes de Madrid. 154 víctimas… Muchos coches fúnebres llegaron, protagonizando en aquella carretera de Gando otro triste goteo de lágrimas durante esas semanas posteriores.
No fue a mejor la situación con el paso de las semanas ni tan siquiera de los meses ni de los años, cuando comenzaron los problemas judiciales; cuando la empresa Spanair empezó a esquivar responsabilidades; cuando los asociados se vieron más de una vez vendidos unos entre otros; cuando algún superviviente incluso despreció o se negó a participar, con todo su derecho, en algún programa o entrevista aunque también tenían el mismo derecho del resto de familias a poder olvidar, lo que no significaba tampoco que no tuvieran los ánimos por el suelo cada aniversario.
Luego vinieron las imputaciones, los fallos judiciales, las culpas a unos y a otros… Incluso el atrevimiento de responsabilizar a los dos pilotos del avión, ya fallecidos e incapaces de defenderse, claro. Surgieron durante todos estos años hasta los y las impresentables especialistas en aviación que no eran más que un puñado de enterados que, en tres tardes y dos búsquedas de Google, ya tenían el título de piloto y el de controlador aéreo, además del de técnica del Samur. Todo en uno con la excusa del JK5022 de fondo.
Y frente a la asociación de víctimas y familiares y su dedicada labor, con Pilar Vera a la cabeza, de repente aparecieron los abogados carroñeros que intentaron alcanzar en Gran Canaria acuerdos, con indemnizaciones irrisorias, para mantener con la boca cerrada a las familias de los fallecidos. Detrás, presuntamente, estaban loobys americanos a los cuales pertenecía la empresa fabricante del avión.
Posiblemente fue en esa época cuando saltaron a la luz situaciones tan dramáticas como surrealistas, algunas de las cuales hay quien sospecha que eran inventadas por las partes para enfangar a los denunciantes y separar a los asociados.
Es el caso de los padres biológicos de dos hermanos que fallecieron en el avión JK5022 junto a sus padres adoptivos y que intentaron cobrar la indemnización por los dos chicos, además hacerse con la herencia que les debía tocar a ambos menores.
De todo aquel show, de todo aquel dolor y de tantísima pena se pudo sacar, claro está, algún aprendizaje. Sobre todo de aquello que no se debe hacer. Es evidente que la profesión de periodista obliga a informar pero no todo vale, y menos aún faltar el respeto a unas personas rotas de dolor que incluso llegaron a encontrarse en las puertas de sus casas y puestos de trabajo a equipos de redactores de programas de televisión llegados de la Península. «¿Pero cómo saben dónde trabajo y dónde vivo?», se preguntaba el hermano de una de las víctimas aquellas primeras semanas. Hasta los números de teléfono de los familiares circularon por mil manos.
Las producciones de ficción que se iban estrenando en televisión cada aniversario tampoco ayudaban a mitigar el dolor de los supervivientes –»sobrevivir no es vivir», declaraba uno de ellos– ni de las familias y amigos de las víctimas. Menos aún cuando escuchaban, por ejemplo, a los técnicos bromear en los audios que intercambiaron con la cabina del avión pidiendo una bolsa de hielo «aunque sea del tamaño de un paquete de cacahuetes», decían, para enfriar una pieza que se había recalentado y que fue la causante de que la aeronave tuviese que abortar el primer intento de despegue del vuelo de Spanair hacia Gran Canaria, una isla que todavía hoy se pregunta qué ocurrió para que aquellas 154 personas no regresaran nunca a sus hogares.