El 20 de diciembre de 1973 tuvo lugar el magnicidio, a manos de ETA, del presidente del Gobierno, el almirante Luis Carrero Blanco. No fue el primer asesinato de un presidente del gobierno español –en los últimos 100 años se habían perpetrado los de Joan Prim (1870), Antonio Cánovas del Castillo (1897), José Canalejas (1912) y Eduardo Dato (1921)–, pero sí el de una figura clave en la institucionalización del régimen franquista desde sus inicios y el garante de su continuidad tras la muerte de Franco.

Nacido en Santoña en 1904 en el seno de una familia de militares, Carrero Blanco optó por la Marina, en la cual participó en la guerra del Rif y destacó como profesor de táctica submarina en la Escuela de Guerra Naval de Madrid. Desde 1941 fue el brazo político de Franco y el principal timonel del Gobierno. Católico practicante, de misa diaria, y militante del nacionalcatolicismo, ultraconservador y reaccionario, Carrero Blanco fue profundamente antiliberal y, por ende, anticomunista.

Carrero Blanco situó, a mediados de los años 50, en el puesto de mando de la sala de máquinas a un joven Laureano López Rodó, catedrático de Derecho Administrativo y miembro destacado del Opus Dei, que le había ayudado a superar una grave crisis matrimonial, reclutando la tripulación entre sus correligionarios. Mientras Franco mediaba entre falangistas y tecnócratas opusdeístas, Carrero siempre manifestó su apoyo a estos últimos, artífices del ‘desarrollismo‘. Un bienestar económico que no debía, de ninguna manera, poner en cuestión la estructura política del franquismo, que él consideraba superior a cualquier otra, democracias liberales, incluidas.

Francisco Franco y Luis Carrero Blanco. Archivo


Carrero Blanco lo dejó patente, un año antes de su muerte, en una intervención sin tapujos ante el Consejo Nacional del Movimiento, el órgano político más importante del franquismo compuesto por un centenar de personas designadas por Franco. El almirante de submarinos lanzó un torpedo a la línea de flotación de las propuestas de liberalización política, rechazando de plano la participación política fuera del Movimiento Nacional, el partido único de la dictadura. Para Carrero, el principal problema no era político, sino moral y, concretamente, los disturbios laborales y la degeneración de la conducta de los jóvenes por las «fuerzas corrosivas que están utilizando la pornografía, las drogas, negación de los valores religiosos, el desprecio a la autoridad y el rechazo de los valores patrióticos para corromper a la juventud española». No obstante, el almirante fue derrotado por el ‘Submarino amarillo’ de los Beatles.

En 1973, cuando Franco decidió delegar, por primera vez, su cargo de presidente del Gobierno, a nadie sorprendió que recayera en su fiel servidor, que ya había manifestado con creces su profunda lealtad a su persona y a su obra y su total y absoluta identificación doctrinal plasmada en los Principios del Movimiento Nacional y en las Leyes Fundamentales del Reino. En su primer discurso como presidente del Gobierno ante las Cortes, dejó patente su lealtad al Príncipe de España como sucesor del dictador y primer monarca de la nueva dinastía franquista conocida como «monarquía del 18 de julio» o de los ‘azules’, por el color de la camisa del uniforme falangista.

Luis Carrero Blanco y el príncipe Juan Carlos, el 9 de junio de 1973. Archivo


En su discurso, Carrero se refería a la Monarquía del Movimiento Nacional: «A esta monarquía y a la persona del Príncipe de España que ha de ser un día –que Dios quiera esté aún muy lejano– su primer monarca, es a los que declaro mi total y absoluta lealtad». Y finalizó con una idea-fuerza que sintetiza de manera clara y transparente el programa de acción del gobierno: «continuar».

Lo menos que se puede decir de Carrero Blanco es que con él no hubiera habido nunca en España una democracia liberal y, mucho menos, un Estado social y democrático de derecho. El margen de maniobra política del nuevo monarca hubiera sido más limitado y la confrontación (y represión) con la oposición, continuada. Por eso sorprende e indigna la persistencia de un monumento de 40 metros dedicado a su memoria en su pueblo natal. No es que sea ilegal, es que es vergonzoso. Que descanse en paz en el cementerio de Mingorrubio junto con Carlos Arias Navarro y su idolatrado Francisco Franco.

Andreu Mayayo Artal es catedrático de Historia Contemporánea de la UB.