El fin de los incentivos fiscales en Estados Unidos a las energías renovables no decidirá el partido, sólo aumentará la goleada. No admite rival ya China, antiguo epítome de la calamidad medioambiental, en la carrera por las industrias del presente y futuro. Atareado en pelearle la primacía a Pekín en todos los frentes, Donald Trump ya impuso en este la excepción durante su primer mandato: «Estados Unidos no saboteará sus propias industrias mientras China contamina con impunidad». En el segundo se emplea con más desparpajo.
China es, efectivamente, el mayor emisor de gases invernadero del mundo. Lo es por razones lógicas. Cuadruplica la población estadounidense y, con una similar a la India, la desborda en industrialización y urbanización. Pero también invierte China más en energías verdes que la suma de Estados Unidos y la Unión Europea: 680.000 millones de dólares el pasado año, según la Agencia Internacional de Energía. Mitiga su adicción al carbón, que dos décadas atrás suponía el 70% de su cóctel energético, y cumple sus compromisos globales. Este año ha alcanzado la producción de energía limpia prometida para 2030, logrará el pico de emisiones en 2030 y la neutralidad de carbono en 2060.
China lidera la fabricación de paneles solares, turbinas eólicas, coches eléctricos y baterías, por hacer la lista corta. Con una quinta parte de la población global ya produce más energía solar y eólica que el resto del mundo. Y ensancha la distancia a ojos vista. En mayo añadió otros 93 GW de energía solar, a razón de 100 paneles instalados por segundo, equivalentes a la demanda eléctrica de Polonia o Suecia. Un mes después inauguró en Urumqi la mayor planta solar del mundo. Las 10 que la siguen en la clasificación también son chinas y planea otras más grandes.
Un trabajador en una planta de Li Auto, en Changzhou. / AP
Las marcas nacionales monopolizan el listado global de fabricantes de coches eléctricos y estos han superado en ventas a los de combustibles fósiles en China. El constructor BYD le arrebató meses atrás el liderazgo a Tesla y está levantando dos fábricas que, por separado, producirán más unidades que la de Volkswagen en Alemania, actualmente la mayor del mundo.
Guerra a la contaminación
El camino ha sido más corto de lo esperado. Sólo dos décadas atrás, los ecologistas eran mirados con interés antropológico y las fábricas humeantes simbolizaban el progreso. China contaba con el 75% de las ciudades más contaminadas del mundo y los cielos ordenaban la vida. Los pequineses consultaban el nivel de contaminación en el móvil al despertarse y decidían si bici o taxi, si gimnasio o sofá, si oficina o casa… Y no era raro que se protegieran durante días en sus viviendas con los purificadores a todo trapo. La pujante clase media, en cuanto tuvo sus necesidades básicas cubiertas, no reclamó las libertades que Occidente presagiaba, sino un ecosistema menos hostil. El Gobierno declaró la guerra a la contaminación en 2014 y aprobó una batería de medidas para arreglar el desaguisado. La contaminación cayó un 42,3% entre 2013 y 2021, según el Instituto de Políticas Energéticas de la Universidad de Chicago, que identificó el brío chino como la única causa del pequeño recorte en los niveles globales.
Las energías verdes resolvieron el sudoku medioambiental, social y económico. Rebajaron la dependencia de los combustibles fósiles importados, una inquietud que la guerra en Irán ha subrayado. Y permitieron el asalto tecnológico porque en ese sector, a diferencia de otros monopolizados por las patentes occidentales, seguía en pañales. Pekín identificó 13 campos estratégicos o «nuevas energías», que incluían coches eléctricos, baterías o paneles solares, y se puso manos a la obra. El cliché aún achaca su éxito al robo tecnológico, los salarios misérrimos y los subsidios. Fue mucho más que eso. El Gobierno agarró el timón porque aquí no se confía en la infalibilidad del mercado y planear con luces largas no le han ido mal a China. Animó a las empresas con créditos blandos, subvenciones e incentivos fiscales que desdramatizaban las pérdidas iniciales, invirtió en universidades y parques tecnológicos para formar ingenieros y fomentó sinergias y clusters. Sólo en China se juntan en unas decenas de kilómetros el fabricante, las materias primas y el instituto de investigación.

Molinos de viento en una megaplanta solar en la provincia de Shandong, en el este de China. / NG HAN GUAN / AP
700.000 patentes
Arrolla China en cantidad y calidad. Suma 700.000 patentes en energías limpias, más que el resto del mundo combinado. Los gigantes BYD y CATL han presentado un vehículo eléctrico que cubre 500 kilómetros con una carga de cinco minutos cuando los últimos modelos de Tesla requieren de 15 minutos para 300 kilómetros. Fue sintomático que Giorgia Meloni, la primera ministra del país de Ferrari o Lamborghini, pidiera a Pekín que abriera alguna fábrica en Italia para que pudieran aprender de ellos. Son tan imbatibles los coches eléctricos chinos que Europa y Estados Unidos sólo pueden defenderse de ellos con aranceles.
Para Trump el sector verde zancadillea la economía; para China es un émbolo. El pasado año ya contribuyó al 10% de su PIB, según el Centro para la Investigación de Energía. Proporciona empleos e inversiones en estos tiempos inciertos y engorda las exportaciones. Desde 2023 han anunciado sus empresas inversiones en el extranjero de 168.000 millones de dólares. En 2035 alcanzarán los 340.000 millones de dólares, tantos como consiguen ahora Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos con su petróleo. Sus precios son imbatibles para todos y especialmente para el Sur Global, tan necesitado de energía como escaso de fondos. Pero también en Europa y Estados Unidos la revolución verde será con China o no será, insiste Pekín cuando le llueven aranceles a sus coches eléctricos, baterías y paneles.
A esa batalla renuncia Trump con su «ley grande y bonita». No le ha servido en bandeja la victoria a China, ya de sobras consolidada, pero subraya el mensaje de que Estados Unidos camina en sentido contrario al mundo.
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