Palestinos desplazados, entre ellos mujeres y niños, esperan recibir alimentos distribuidos por organizaciones humanitarias en Gaza. / Omar Ashtawy / Zuma Press / Cont / Europa Press
La memoria del siglo XX está marcada por uno de los mayores crímenes de la historia: la Shoá, el intento sistemático de aniquilar al pueblo judío en Europa. Aquella tragedia nos dejó un mandato: Nunca más. Nunca más la deshumanización, nunca más el odio racial convertido en política de Estado, nunca más el exterminio. Sin embargo, en la actualidad, el Estado que surgió en nombre de la redención y la protección de las víctimas inflige sobre Gaza un castigo colectivo que el Derecho Internacional ya examina bajo el prisma del genocidio.
Desde 1948, la relación de Israel con los palestinos ha sido una historia de dominación, desposesión y violencia. La Nakba, esa “catástrofe” que supuso la expulsión y huida forzosa de más de 700.000 palestinos, no fue un accidente de la guerra, sino “un plan consciente de limpieza étnica”, como demostró el historiador Ilan Pappé tras el acceso a los archivos israelíes desclasificados (La limpieza étnica de Palestina, 2007). Con la ocupación de Gaza y Cisjordania en 1967, Israel profundizó este proceso, colonizando territorios, destruyendo aldeas, encerrando a un pueblo tras muros y controles de acceso, y haciendo de Gaza, en palabras de la ONU, “la mayor prisión a cielo abierto del mundo”. El bloqueo total de Gaza desde 2007 consolidó un régimen que Human Rights Watch (2021) y Amnistía Internacional (2022) no dudan en calificar de apartheid, un crimen de lesa humanidad según el Estatuto de Roma.
El asedio actual, desencadenado tras el ataque terrorista de Hamás en octubre de 2023, ha llevado esta historia al límite del horror. Lo que acontece en Gaza es, en palabras del Tribunal Internacional de Justicia (TIJ), un escenario donde existe un riesgo plausible de genocidio. Conviene recordar aquí que la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio (1948), nacida como respuesta directa al Holocausto, define este crimen no solo como la matanza de miembros de un grupo, sino también como la imposición de condiciones destinadas a provocar su destrucción física total o parcial. El asedio de Gaza, con su combinación de desplazamientos forzados, hambre planificada, destrucción de infraestructuras vitales y un saldo de decenas de miles de muertos, encaja en esa definición. Así lo argumenta Sudáfrica en su demanda ante el TIJ y así lo denuncian expertos de la ONU como Francesca Albanese (relatora especial sobre los derechos humanos en los territorios palestinos). No olvidemos que el genocidio no requiere una “solución final” idéntica a la nazi: basta el intento de destruir un grupo como tal, por medios físicos o biológicos. Las palabras de algunos responsables israelíes refuerzan la imputación: cuando un ministro califica a los palestinos de “animales humanos” (Yoav Gallant, octubre 2023); cuando se declara que Gaza debe ser “reducida a escombros” o que la población debe ser expulsada al desierto, no estamos ante simples excesos retóricos. Son expresiones de intención, claves en la tipificación del genocidio según el Derecho Internacional.
Frente a esto, el paralelismo ético con la Shoá no puede eludirse. No porque los crímenes sean idénticos: el Holocausto fue un proyecto de exterminio racial industrializado, mientras que la barbarie en Gaza adopta otras formas. Pero los mecanismos de deshumanización son inquietantemente similares. Lo advirtió Zygmunt Bauman en Modernidad y Holocausto (1989): “El Holocausto no fue un paréntesis en la historia, sino una posibilidad latente en nuestra modernidad”. Y lo recordó Yehuda Bauer, uno de los grandes historiadores israelíes de la Shoá: “El Holocausto no nos da permiso para cometer crímenes”.
Por eso el «Nunca más» no puede ser un escudo para la impunidad. El Holocausto no otorga licencia para perpetrar crímenes; más bien nos impone la obligación de prevenirlos y castigarlos. Lo que sucede en Gaza no es solo un crimen contra el pueblo palestino. Es un crimen contra la memoria, un crimen contra la humanidad que decimos ser tras Auschwitz. Porque el mandato del Nunca más no puede ser selectivo. O es para todos, o no es nada.