Esta semana se celebraba el Día de la Televisión. Y aunque sea uno de tantos días temáticos, me proporciona la excusa perfecta para hablar de ese aparatito que tanta influencia ha tenido -y tiene- en nuestras vidas.
Yo no concibo mi infancia sin televisión. Soy de esa generación que llegó a tarde a los famosos Chiripitiflaúticos -recuerdo haber vito algún episodio, pero no acierto a recordar si era en el momento o en alguna reposición- y a la Familia Telerín, pero que fue público y destinatario fiel de espacios como “Un globo, dos globos, tres globos”, «Barrio Sésamo” o “Verano azul” en su estreno. Mis viernes iban indisolublemente unidos al “Un, Dos, Tres” y mis sábados, cómo no, a “Aplauso” a “Los payasos de la tele”. Y, aunque ya era mayorcita para “La bola de cristal”, la disfruté igualmente. Cómo no hacerlo.
Y qué decir de las series, que forjaron estereotipos que a veces seguimos usando. Se podía ser rico como los protagonistas de Falcon Crest o Dinastía, malo como Falconetti o buenísimo hasta decir basta como la familia Ingalls de La casa de la Pradera. Y, desde luego, dulce y tierna como Heidi.
Per la televisión, además de entretenernos, tenía otro papel que no podemos olvidar. La televisión era pública y, como todo lo público en aquella época oscura de la dictadura, estaba al servicio del poder. Así que veíamos lo que querían que viéramos y, sobre todo, impedía que viéramos lo que nos estaba vedado. Cualquier niña o niño de aquella época -y más aún, de las anteriores- recuerda los dos rombos con los que nuestros padres nos mandaban a la cama porque alguien había decidido que aquello no era apto para nuestra edad. Aunque había cosas que quienes mandaban no consideraban aptas para nadie y no llegaban, o se cambiaban. Y punto pelota.
Hay dos hitos de la publicidad de los que siempre me acuerdo con una sonrisa. Y me acuerdo, en especial, por la cara de estupefacción que puso mi madre ante semejante alarde de aperturismo, ya en plena Transición. Se trataba, en primer lugar, del anuncio de un desodorante que, con la excusa de vendernos el frescor de los limones salvajes del Caribe, mostraba por un segundo un pezón -o medio- de la modelo que saltaba entre las olas, algo impensable hasta entonces. Y, en segundo lugar, de un anuncio de compresas, ese que con la frase de “ya somos dos mujeres en casa” se atrevía a publicitar un producto de higiene femenina por vez primera.
Ahora ya nada es igual. Llegaron las televisiones privadas, las emisiones a todas horas y ahora ya, la televisión a la carta y las plataformas donde se puede elegir casi de todo. Ya nadie sabe de qué estamos hablando si preguntamos por lo que se vio el día anterior en televisión, y no hay tantos refrentes comunes. Pero ahí sigue, con su capacidad de influencia y su poder de entretenimiento. Ojalá sepamos usarla como se merece.