Las fuentes romanas recogen múltiples anécdotas —de dudosa credibilidad— sobre las aventuras en la arena de Cómodo, el «emperador gladiador»: se dice que abatía a todo tipo de animales con su arco —cien leones de cien flechazos—, que combatió en 735 ocasiones y que el pueblo lo aplaudía como a un dios, aunque en una ocasión, creyendo que se burlaban de él, hizo masacrar a los espectadores. Eligió la armatura de secutor, llevando el escudo en la mano derecha y la espada (de madera) en la izquierda, además de un casco liso con escasas aberturas para los ojos, como se aprecia en la espectacular ilustración que encabeza este artículo.

Lo que llamará la atención a muchos es la pose del gladiador al que acaba de vencer Cómodo: un reciario con sus tridente y red característicos ya por el suelo que, rendido y de rodillas, alza un dedo como señal de su derrota. Los árbitros habrían parado entonces el combate y llegaría el momento decisivo en la vida del vencido: el público y, en última instancia, el organizador de los juegos, debían decidir entre la muerte o la clemencia.

Sin embargo, a pesar de que en el cine y la ficción se ha popularizado el gesto del pulgar hacia arriba o hacia abajo para perdonar o condenar al gladiador —el origen de esta imagen se encuentra en un cuadro de 1872 del pintor francés Jean-Léon Gérôme—, se desconoce cómo se manifestaba esta decisión. Dos fuentes antiguas recogen las expresiones verso pollice y converso pollice, que significan «con el pulgar extendido hacia cierto lugar», pero sin especificar la dirección concreta. Los investigadores han propuesto que este dedo podría convertirse en una suerte de espada que el vencedor dirigía hacia su rival caído si se le iba a dar muerte o que envainaba en su puño cerrado como símbolo de perdón. Otras hipótesis proponen que la voluntad popular se manifestó a través de pañuelos o servilletas agitadas o de los gritos de mitte (perdónalo) o iugula (degüéllalo).


Jean-Léon Gérôme: ‘Pollice verso’, (1872)

Jean-Léon Gérôme

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Lo del pulgar hacia bajo no deja de ser un mito, una de tantas falsedades que rodean la historia de los gladiadores romanos y que se abordan de forma amena en un excelente libro de alta divulgación firmado por Fernando Lillo y María Engracia Muñoz-Santos, destacados especialistas en la materia. Con el título de Gladiadores. Valor ante la muerte (Desperta Ferro), trazan un recorrido completo sobre la vida de estos luchadores, desde que eran reclutados hasta que caían en la arena o resultaban liberados gracias a sus triunfos.

El poder de películas como Espartaco (Stanley Kubrick, 1960) ha asentado ideas erróneas en el imaginario popular, como que todos los gladiadores eran esclavos. En los ludus, las escuelas donde se les entrenaba antes de saltar a los anfiteatros repartidos por todo el Imperio romano, había prisioneros de guerra, condenados —algunos no tenían opción alguna de librarse de su castigo y morían decapitados por una espada (ad ludum) o desarmados y devorados sobre la arena entre las garras de un animal (ad bestias)— y esclavos, pero también hombres libres que se comprometían de forma temporal para solucionar algún apuro económico, como un joven aristócrata que necesitaba ingresos para pagar el funeral de su padre.

El jarrón Colchester (175 d.C.) representa un combate entre un secutor llamado Memnón, y un reciario, Valentino.


El jarrón Colchester (175 d.C.) representa un combate entre un secutor llamado Memnón, y un reciario, Valentino.

Carole Raddato

Wikimedia Commons

Lillo, doctor en Filología Clásica por la Universidad de Salamanca, y Muñoz-Santos, doctora en Arqueología Clásica por la Universidad de Valencia, combinan de forma concienzuda la información de las fuentes escritas con los datos arqueológicos para abordar cuestiones espinosas. Por ejemplo, no son categóricos a la hora de asegurar que existieron las mujeres gladiadoras: parece que hubo mujeres que lucharon en la arena, pero se desconoce qué equipamiento tenían, no se sabe dónde entrenaban, ni por el momento se ha encontrado una tumba o una inscripción epigráfica clara que hable de alguna de ellas.

Reglas de combate

La curiosa moral romana consideraba infames a los gladiadores, pero al mismo tiempo eran famosos y admirados, y hasta los más pequeños jugaban con figurillas que los idealizaban o dibujaban sus combates, como han desvelado las paredes de las casas de Pompeya. Los luchadores, una vez reclutados, adoptaban un nombre «de batalla» y se adscribían a una especialidad (armatura).

Los más famosos eran el tracio —escudo pequeño (parma), espada corta curva (sica) y casco semiesférico con un gran ala—, el mirmilón —escudo grande rectangular (scutum), casco con visor y cimera decorado con crines o plumas y espada corta— o el citado reciario. Pero había otros curiosos tipos de gladiadores, como los andabatae, que no podían ver porque llevaban vendados los ojos o cubierto el visor del casco; o los paegniarii, que luchaban entre sí provistos de bastones y látigos —uno de ellos, llamado Segundo y entrenado en el Ludus Magnus de Roma, la escuela más importante, a escasos metros del Coliseo, alcanzó los 98 años de edad.

Un tracio, el gladiador más popular, se enfrenta a un mirmilón. Este era un duelo apreciado por los espectadores de cada 'munus'.


Un tracio, el gladiador más popular, se enfrenta a un mirmilón. Este era un duelo apreciado por los espectadores de cada ‘munus’.

Sandra Delgado

Desperta Ferro Ediciones

Entre los aspectos más interesantes de la obra, acompañada de un revelador aparato gráfico, sobresale la inmersión en los preparativos de los espectáculos, patrocinados por hombres ricos o el propio Estado romano. «El gladiador no dejaba de ser un producto para un negocio y debía rendir lo máximo a su empresario, el lanista«, afirman los autores. Mantenerlos era muy costoso y debía asegurarse su presencia en el mayor número posible de juegos —no todos los combates eran a muerte, como también se suele creer—. Su dieta consistía en cereales y legumbres tomados en forma de gachas —Plinio el Viejo los definió como «comedores de cebada»—. En sus raciones no había carne ni pescado, pero al menos tenían tres comidas diarias, no como otros muchos ciudadanos romanos.

«Esta dieta aportaba al gladiador 6.000 calorías diarias. Por mucho ejercicio que hicieran nunca estarían hipermusculados y menos aún se trataría de ‘chicos de gimnasio’ perfectamente proporcionados», exponen los historiadores. «Preferimos poner como ejemplo a los boxeadores de categoría peso pesado. Hombres grandes, en forma, fuertes y duros, con grandes músculos. Y con una importante capa de grasa que proporcionaba protección ante los cortes del adversario».

Los espectáculos gladiatorios eran un acontecimiento de masas en la Antigua Roma. Hubo emperadores como Nerón, Domiciano o el propio Cómodo que sentían verdadera pasión por estos combates, que se anunciaban con inscripciones en grandes letras rojas en los lugares públicos o en las tumbas situadas en las vías de acceso a la urbe. También se repartían programas de mano en papiro con los nombres, las clases y las biografías de los protagonistas para que los espectadores escogiesen a sus favoritos.

Frente a lo que muestran las películas —varios grupos o parejas luchando entre sí—, lo más habitual fue el combate singular. Los gladiadores debían luchar ateniéndose a unas reglas precisas no conservadas y dos árbitros velaban por su cumplimiento. Podían interrumpir la acción ante algún imprevisto, como la pérdida accidental de parte de las armas, o para establecer una o varias pausas en un enfrentamiento largo e igualado, que solían durar entre tres y ocho minutos, aunque podían alargarse hasta los diez o quince. El vencedor recibía la palma de la victoria o una corona de laurel y una suma de dinero. El cuerpo del muerto, si lo había, era enviado al spoliarium, donde se le despojaba de su panoplia. Algunos eran enterrados en tumbas, pero si nadie reclamaba el cadáver se arrojaba a una fosa común.

Cubierta de 'Gladiadores. Valor ante la muerte'.


Cubierta de ‘Gladiadores. Valor ante la muerte’.

Desperta Ferro Ediciones

Como detalle curioso y macabro, algunas novias romanas se peinaban el día del matrimonio con la punta de una lanza que había estado clavada en el cuerpo de un gladiador vencido y muerto para que, del mismo modo que el arma había estado unida al luchador, así lo estuviera la esposa al marido. 

Y un último mito derribado, aunque este seguramente sea más conocido. Los gladiadores nunca saludaban al emperador con la expresión «Ave César, los que van a morir te saludan». La frase, con la fórmula Ave, imperator…, solo está documentada por el historiador Suetonio, que la pone en boca de unos prisioneros condenados a participar en una naumaquia organizada por Claudio. Otra vez el origen de esta idea falsa se encuentra en un lienzo de Jean-Léon Gérôme de 1859. Un libro imprescindible para radiografiar con la lupa de un experto la segunda entrega de Gladiator, que llega a los cines el mes que viene.

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