LA SÚBITA ruptura de Vox con cinco gobiernos autonómicos del Partido Popular ha agitado poderosamente las aguas de la última semana. Es verdad que estamos inmersos en un mes de julio con la agenda muy apretada, lo que demuestra que vivimos en una sociedad con horror al vacío. Ni siquiera en agosto nos dejan del todo en paz. Aquí estamos, a la espera de las decisiones políticas de Francia, que no es una cuestión baladí, a la espera de las decisiones en Oriente Próximo, un asunto muy grave, y a la espera también de la gran decisión de Biden, que, de momento, no se mueve del cartel electoral (no se sabe si es mejor cambiar las cosas o dejarlas como están, para ser sinceros). Julio, definitivamente, ya no es un mes de vacaciones.
Vox ha saltado con fuerza a los telediarios, más que nada para decir que se iba. La idea parece venir de arriba, y así lo ha presentado Abascal, lo que ha llevado a algunos miembros del partido a perder sus cargos, aunque alguno ha preferido seguir. Por supuesto, se sabía que Vox no compartía el reparto de los menores acompañados (me resisto a esa denominación habitual de ‘menas’), y ello a pesar de la cifra tan limitada, pero lo que nadie comprendía del todo era el porqué de esa salida precipitada de las instituciones (no, al menos todavía, de los ayuntamientos).
Y creo que, a día de hoy, todavía resulta difícil comprender cuál es la auténtica razón de su marcha, que se ha producido a gran velocidad. En dos tardes, como quien dice. Los politólogos aventuran causas diversas, más allá del reparto de los menores. Hay quien afirma que han aprovechado que el Pisuerga pasa por Valladolid. La necesidad de marcar una agenda más dura y radical, por ejemplo, podría explicar lo sucedido, en consonancia con las afinidades identitarias y en materia de inmigración con el nuevo grupo de Orban y compañía (que parece dejar fuera a Meloni, ¡como si la italiana fuera una peligrosa moderada integradora!). O tal vez, una razón poderosa resida en los temores que suscita el advenimiento electoral de Alvise, cuyos resultados son innegables y parecen inquietar en ese lado del espectro político.
O, simplemente, se ha dicho también, todo ha ocurrido porque en realidad Vox se siente más a gusto fuera de las instituciones (y mucho más, quizás, fuera de las autonómicas), lejos de los llamados, con ese retintín peyorativo, partidos de estado, o del sistema: lo que nos llevaría a aceptar que, también como Alvise, Vox es tirando a antisistema, aunque sea a su modo. De ahí que se aleje de la moqueta, como quien se cae del caballo camino de Damasco y ve una luz cegadora (puede que excesivamente cegadora). Abascal parece apostar por el manos libres, sin esas incomodidades (habrá pensado) que dan los puestos de poder cuando son compartidos, sobre todo en franca minoría.
Por un lado, está el enigma de Vox. Y, por otro, el nuevo enigma del PP. O, mejor: el de Feijóo. Aparentemente, Feijóo ha recibido el mejor regalo del verano. Un salvavidas para una nueva playa. Todas las incomodidades que podía proporcionarle la cohabitación con Vox se han esfumado, aunque no haya hecho excesiva sangre con el asunto. Sánchez ha celebrado el adiós autonómico de la ultraderecha, pero también es cierto que el PSOE ya no podrá decir que Feijóo gobierna con Vox (en las autonomías), aunque no haya sido, eso sí, una decisión tomada desde la cúpula del Partido Popular.
Todo esto obliga a Feijóo a ciertos movimientos, velis nolis, y tampoco se sabe (todo son enigmas) en qué dirección. ¿Ocasión única para regresar a la moderación, o, al menos, a los territorios cercanos al centro? ¿O más bien momento ideal para hacerse con parte del pastel de Vox, ya que fuera del poder puede haber libertad, pero también suele hacer frio, aunque sea verano? Lo normal sería recuperar centralidad, aunque eso suponga al líder gallego algún que otro roce y un cierto cambio de discurso, que le favorecería. Díaz Ayuso, habitualmente tan dicharachera y proclive a marcar agendas, no parece haberse pronunciado en esta repentina coyuntura.