El Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), adoptado en 1989, representó un punto de inflexión en la historia del derecho internacional. Por primera vez, un instrumento jurídico reconocía los derechos colectivos de los pueblos indígenas y tribales: su derecho a conservar su identidad, decidir sus prioridades de desarrollo, participar en la gestión de sus territorios y recursos naturales, y ser consultados de forma libre, previa e informada cada vez que el Estado adoptara medidas que los afectaran directamente. América Latina se convirtió en la región con mayor número de ratificaciones: más de veinte países asumieron formalmente su cumplimiento. Sin embargo, más de tres décadas después, la distancia entre la norma y la práctica sigue siendo amplia. El derecho existe, pero su garantía sigue siendo un desafío.
El Artículo 6 del Convenio exige consultas “de buena fe” antes de aprobar medidas que afecten a los pueblos indígenas, y el Artículo 15 reconoce su derecho a participar en la administración y conservación de los recursos naturales. No obstante, en la práctica, la consulta previa suele realizarse sin mecanismos efectivos de participación o sin acceso suficiente a la información. En muchos casos, los procesos se reducen a un requisito formal, sin que las comunidades puedan influir en las decisiones finales. Este vacío entre el texto y su aplicación refleja la tensión permanente entre los intereses económicos y el respeto a los derechos colectivos.
Un ejemplo reciente de esta compleja relación entre Estado, sociedad civil y extractivismo se observa en Ecuador, donde el gobierno ha emitido un nuevo reglamento para el funcionamiento de las organizaciones no gubernamentales (ONG). El objetivo declarado es fortalecer la transparencia institucional y regular la gestión financiera de las entidades. Sin embargo, algunas organizaciones han expresado preocupación por el alcance de las medidas, ya que el reglamento contempla la posibilidad de congelar cuentas bancarias de aquellas ONG o directivos que incumplan la normativa. En el contexto de las actividades mineras y ambientales, este tipo de disposiciones podría tener efectos sobre entidades que acompañan o asesoran a comunidades locales en procesos de diálogo o reclamo ante presuntas irregularidades.
Más allá de las intenciones del Ejecutivo, la situación ha abierto un debate necesario sobre cómo equilibrar la supervisión estatal con la protección de la participación ciudadana y la libertad de asociación, principios que también forman parte del espíritu del Convenio 169. En una región donde las tensiones entre desarrollo económico y derechos colectivos son constantes, Ecuador ofrece un ejemplo de los dilemas actuales que enfrentan los gobiernos: mantener el crecimiento productivo sin debilitar los espacios de diálogo social ni la legitimidad de la acción comunitaria.
Estos desafíos no son exclusivos de un país. En toda América Latina, los pueblos indígenas continúan reclamando que la consulta previa se realice con verdadera participación, y que el conocimiento ancestral sea reconocido y protegido. A ello se suma el problema persistente de la apropiación del saber tradicional, especialmente en el campo de la biotecnología y la medicina, donde el uso de plantas y recursos naturales se ha traducido en patentes internacionales sin beneficio para las comunidades de origen. El Protocolo de Nagoya de 2010 busca garantizar una distribución justa de los beneficios derivados de esos conocimientos, pero su aplicación aún es irregular.
Frente a estos desafíos, la educación intercultural aparece como una herramienta clave. Desde la escuela hasta la universidad, es necesario enseñar que los pueblos indígenas no son un vestigio histórico, sino actores contemporáneos fundamentales para la sostenibilidad y la diversidad cultural. La inclusión de sus saberes en los programas académicos, junto con políticas públicas sensibles y coherentes, puede contribuir a construir una región más justa y participativa.
A más de tres décadas de su adopción, el Convenio 169 sigue siendo un compromiso pendiente. La región que más lo celebra es también la que más dificultades encuentra para hacerlo cumplir. No se trata solo de ratificar tratados, sino de transformar las estructuras que impiden su aplicación. América Latina necesita fortalecer la confianza entre Estado, comunidades y sociedad civil, y garantizar que el diálogo intercultural sea una práctica viva, no una formalidad. Solo así los derechos reconocidos podrán convertirse en realidades tangibles, y los pueblos indígenas ocuparán el lugar que les corresponde como custodios del presente y del futuro del continente.










