Mi respuesta, basada en la experiencia vivida con mi padre, es que no. Estos días siento la necesidad de escribir y explicar públicamente lo que le pasa a tanta gente mayor de este país y, por extensión, a sus familias. Mi crítica va dirigida al largo camino que debemos recorrer para poder acceder a las diferentes ayudas sociales.
Personas mayores en edad y en experiencia que, en una etapa vulnerable de su existencia y después de haber trabajado muy duro durante toda su vida laboral (vida laboral que en aquellos años empezaba muy pronto: mi padre es un niño de la posguerra), necesitan apoyo de las instituciones públicas porque ya no pueden valerse por sí mismas, y lo que realmente consiguen son migajas: lo justo para cubrir lo más básico. Y eso después de haber movido papeles y de hacer mil y una visitas (visitas que, por supuesto, debemos hacer los familiares) a los diferentes departamentos sociales, al médico, a bancos y vuelta a Servicios Sociales y otra vez al médico…; y después de haber rellenado, una y otra vez, exactamente los mismos formularios.
¿Es justo que una persona con más de 90 años, con un deterioro mental y físico evidente y que sigue aumentando de forma irreversible, que ha pasado por toda la burocracia existente en diferentes ocasiones, reciba menos de la ayuda que le corresponde? Y hablo del caso de mi padre que, gracias a Dios, cuenta con una familia (que soy yo porque no hay nadie más) que puede moverse por el laberinto burocrático de la administración pública y que, más o menos, tiene disponibilidad para ir a tocar las puertas de los diferentes departamentos sociales.
La verdad es que me parece tan injusto y tan escandaloso que nos digan que hay mucha gente que necesita ayuda y que no den solución a casi nadie; que se escuden en el hecho de que hay una larga lista de espera para cualquier ayuda social… Y ¡hala! ¡Arreglaos como podáis! Me resulta tan indignante que gente mayor tenga que sufrir la ineficacia de un sistema público insuficiente, después de haber estado trabajando toda su vida… Y si te quejas mínimamente de la injusticia de todo el sistema, encima te responden que «es lo que hay» y que lo que tenemos que hacer es pagar de nuestro bolsillo a un cuidador que se ocupe de mi padre. Es como si los mayores no hubieran pagado suficiente con el trabajo de toda una vida para poder acceder a todos los servicios públicos que necesitan.
Y procuras, porque no te dan otra opción, apañarte con lo poco que a tu padre se le ha concedido por parte de Dependencia o Servicios Sociales e intentas, con la renta limitada que cobra, encontrar alguna solución adecuada. Y esa solución, más o menos y haciendo equilibrios, funciona durante un tiempo y mientras tu padre está por debajo del grado III de dependencia.
Pero llega el momento en que necesita ingresar en una residencia porque su deterioro, tanto físico como mental, ya es evidente y sobrepasa el grado III que le otorga «el privilegio» de entrar en una lista «prioritaria» para acceder a plaza residencial; y tú, como hija, necesitas que ingrese en esa institución porque no puedes dejar tu trabajo y ves que necesita ayuda especializada. E ingenuamente piensas: «Ahora, con este grado de dependencia, mi padre ya tendrá la atención que necesita y que se merece». Pues no, resulta que, con grado III y 75 puntos, aún está en una larga lista de espera, en el puesto 152 de cualquier residencia de la isla de Mallorca. Y te quedas estupefacta. Y te preguntas: «¿Pero cómo puede ser, si mi padre ya es dependiente y no puede hacer nada por sí mismo?». Y te desesperas porque ves que tendrás que seguir luchando para que le concedan una ayuda digna. Y no te lo puedes creer. Y es cuando te das cuenta de que, seguramente, tu padre no llegará nunca a ocupar la plaza residencial que le corresponde. Y piensas: «Esto es lo que ha ganado, el pobre hombre, después de toda una vida de trabajo y esfuerzo…», porque ni mi padre ni yo disponemos de los más de 3.000 € (¡leéis bien!) al mes que hay que pagar para ingresar en una residencia por la vía privada. Y yo sigo pensando que nuestros mayores no se lo merecen; que no nos lo merecemos como sociedad.
¿Y qué queda ahora? Pues seguir batallando y tocando puertas y haciendo visitas a Servicios Sociales, a Dependencia y donde haga falta, y denunciarlo públicamente. Y todo para que a mi padre (y a cientos de casos como el suyo) no le concedan en vida la plaza residencial que tanto necesita. Este es el via crucis que tenemos que vivir los usuarios de Servicios Sociales y Dependencia en la actualidad: servicios que lo que ofrecen a nuestros mayores, en la etapa más delicada de su vida, en su etapa final, son listas de espera… desesperanzadoras.
No quisiera que este escrito se quedara únicamente en una queja sobre lo insuficiente que es la ayuda social para la gente mayor, colectivo completamente olvidado por las administraciones públicas. Quisiera que este texto sirva para concienciar a los políticos y a la sociedad de la falta de inversión dedicada a la mejora de la vida de los ancianos, de la escasez de personal formado en geriatría, y de la carencia exagerada de plazas residenciales destinadas a las personas mayores. Si ahora mismo las infraestructuras y todo el servicio público de cuidado de ancianos y dependientes ya es totalmente insuficiente, no quiero ni pensar qué nos encontraremos, dentro de unos años, cuando lleguemos los que vamos por detrás.