En septiembre del año pasado escribí desde estas mismas páginas un artículo titulado «Tourists, go home!», que algunos tacharon de exagerado, derrotista o incluso turismofóbico. Me limité a describir lo que veía: una España que se llenaba de visitantes hasta el colapso, mientras sus ciudadanos huían de los centros urbanos convertidos en parques temáticos de bajo coste. Casi un año después, y en pleno verano de 2025, los números me dan la razón… aunque ahora el problema ha mutado. Ya no se trata solo de cuánta gente llega, sino de qué tipo de turismo estamos atrayendo y qué dejan –o no– cuando se van.
España volvió a registrar cifras récord: 94 millones de turistas internacionales en 2024, un 10 % más que el año anterior. Y el gasto asociado también se disparó, superando los 126 000 millones de euros. Este año, si nada lo impide, se alcanzarán los 100 millones de visitantes y el gasto turístico continuará en ascenso. En el primer trimestre ya han llegado más de 17 millones de turistas y se han superado los 23.000 millones en gasto. Todo suena bien. Demasiado bien. Hasta que uno mira lo que realmente ocurre en la calle.
En zonas como Mallorca, Ibiza, Canarias, Barcelona o Málaga, los restauradores alertan: hay más turistas, pero menos clientes. Las mesas no se llenan como antes. No es que falten cuerpos, es que no hay consumo real. El nuevo turista ha cambiado de hábitos. Ya no busca servicio, sino autonomía. No quiere hotel: quiere apartamento. No quiere bajar al bar: prefiere la cocina del Airbnb. No quiere descubrir un restaurante local, sino abrir una bolsa de ensalada y un vino de oferta en la terraza con vistas. El turismo de nevera ha llegado para quedarse. Y con él, la desconexión entre presencia y participación.
Esta nueva forma de viajar tiene consecuencias silenciosas pero devastadoras. Por un lado, desactiva la economía local: camareros con menos propinas, músicos sin público, tenderos sin clientela. Por otro, altera el ecosistema urbano: los barrios se llenan de visitantes que no pisan la calle más allá de los selfies. Consumen techo y supermercado, pero no cultura, no ocio, no ciudad. Y lo más irónico es que las cifras macroeconómicas no lo reflejan: el PIB turístico sube, el gasto total aumenta, y con ello los organismos regionales y estatales se apresuran a felicitarse públicamente, a sacar pecho en ruedas de prensa y notas oficiales. Pero lo que celebran es, en muchos casos, una ilusión estadística. Porque esa riqueza se concentra donde menos impacto social genera, y ese crecimiento, tan aplaudido, no siempre se traduce en prosperidad real, ni mucho menos sostenible.
A esto se suma otro fenómeno igual de preocupante: la inflación del ocio. Muchos restaurantes, en un intento de sobrevivir con menos rotación de mesas, han subido precios de forma notable. Resultado: ni turistas ni locales. Comer fuera se convierte en un lujo para el turista de pulsera y para el residente que celebra un cumpleaños. Mientras tanto, el tejido social se resquebraja y los bares de toda la vida desaparecen, reemplazados por cafeterías neutras, cadenas genéricas o, directamente, por silencio.
El perfil del turista también ha cambiado. La caída del turismo ruso, estadounidense o del Golfo –por razones políticas, económicas o simplemente cambiarias– ha dejado paso a un turismo europeo de menor poder adquisitivo. Británicos, franceses, alemanes… con menos presupuesto diario, más interés en el «sol y playa de bajo coste» y una inclinación marcada por el ahorro. Lo que antes era consumo extendido hoy es supervivencia vacacional. Un turista que llega, sí, pero que no invierte en el país que visita.
No escribo esto desde fuera del sector. Al contrario: llevo años dedicado a la creación de experiencias turísticas, culturales y gastronómicas que aspiran a dejar huella, no solo facturación. Y precisamente por eso me preocupa lo que veo. Porque sé que hay otra forma de viajar, de consumir, de vivir un destino. Una que genera empleo, cultura, comunidad. Que respeta. Que construye. No todo turismo es igual. Y seguir fingiendo que sí nos lleva directos al abismo de la saturación sin retorno.
Frente a este panorama, Asturias ofrece una excepción valiosa. Nuestra región ha logrado crecer en turismo sin perder el alma. Las pernoctaciones en alojamientos extrahoteleros aumentaron un 7,7 % solo en enero de 2025, y el número de viajeros un 24 %. Pero aquí, a diferencia de otros lugares, ese turista sí consume, sí se integra, sí participa. Se ha desestacionalizado el calendario, ha crecido el empleo vinculado al sector, y se ha apostado por un modelo de turismo sostenible, rural, cultural y consciente. Los bonos al turismo rural, la protección del paisaje y la marca «Paraíso Natural», que este año celebra sus 40 años de existencia, no son solo eslóganes: son una estrategia, un modelo viable y un ejemplo a estudiar. Pero es una excepción. Y como toda excepción, es frágil si el modelo nacional sigue avanzando hacia el despropósito.
Este verano se han producido protestas en varias ciudades. En algunas se anuncian restricciones y planes para reducir el número de apartamentos turísticos. Barcelona, por ejemplo, ha prometido eliminar 10.000 licencias de aquí a 2028. La indignación ciudadana crece. Porque lo que está en juego no es solo el modelo económico, sino el derecho a vivir en una ciudad que no se convierta en un decorado.
Porque esta historia no va contra los turistas. Va contra una industria que ha confundido cantidad con calidad. Una economía turística que ocupa espacio, pero no redistribuye. Que promete riqueza y deja inflación, ruido y desconexión social. Que convierte ciudades enteras en escaparates sin alma, donde vivir se vuelve cada vez más difícil y caro. No se trata de cerrar las puertas, sino de redefinir el contrato social entre el viajero y el anfitrión. No queremos menos turismo. Queremos un turismo que respete, que consuma, que se implique. Un turismo que deje algo más que basura y huellas en la arena.
Si no lo hacemos pronto, si seguimos celebrando los récords vacíos y las estadísticas infladas, si no repensamos el modelo y su impacto real, España acabará siendo el país más visitado del mundo… y el más cansado de serlo.
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