¡Este muerto está muy vivo! Hoy la capital ha sido testigo y partícipe de un ritual dantesco, un acto de herejía contra todo libro sagrado. Unas veces como una estela fantasmagórica y otras como un destello flamígero. Así ha sido el renacimiento de Iron Maiden en el Metropolitano. La dama de hierro ha transformado la capital en un pandemónium.
La banda londinense creada por Steve Harris en 1975, ha vuelto a Madrid tras más de siete años sin pisar la Villa. Lo han hecho con una misión en mente. Celebrar unas bodas de oro infernales. Una lista de invitados con más de 60.000 testigos rabiosos, banquete y barra libre de clásicos odiseicos y, sobre todo, una fiesta donde las barbas de antaño se han fundido con las nuevas melenas. Los británicos reafirman así su compromiso y amor por el heavy metal castizo tras 50 años ¡Que vivan los novios!
Con el legado de Sabathon a sus espaldas, los integrantes de la New Wave of British Heavy Metal se han consolidado como uno de los padres del género. Su ritmo frenético, letras antológicas y la presencia de «Eddie The Head», su mascota cadavérica, les ha convertido en los primogénitos de una generación voraz, compartida con otros grandes como Judas Priest y Motörhead.
En su gira mundial, Run For Your Lives Tour, los ya sexagenarios desentierran aquellos clásicos que les convirtieron en eternas leyendas del heavy. Esta noche han demostrado que Iron Maiden es capaz de orquestar una tormenta tras otra a lo largo de más de dos horas y media.
Antes del concierto, los alrededores del Metropolitano son víctima de una peregrinación de camisetas negras. Es de día, hay 35 grados a la sombra y los primeros adeptos se agolpan en el templo. El pregón corre a manos de un poderoso grupo de metal alternativo sueco, Avatar.
El público observa al centro del escenario, ahí, un hombre apoya una gran caja de regalo con un lazito. El envoltorio se abre y de sus adentros surge, como decapitado, Johannes Mikael Gustaf Eckerström, el vocalista de Avatar.
Son violentos, jóvenes, provocadores y vienen con ganas de enrojecer las gargantas de todo aquel que ose escucharles. «¿Cómo de metal puede ser Madrid?» pregunta un Gustaf casi poseído. Las horas demostrarán que mucho.
Johannes Mikael Gustaf Eckerström, el vocalista de Avatar.
A las 9, ya son más de 50.000 las personas que se arremolinan junto al escenario. Están hambrientos. Segundos antes del banquete solo se les pide una cosa: Móviles no. De pronto, un vídeo se proyecta en la pantalla, como sacado de una novela de Edgar Allan Poe recorremos un Londres del siglo XVIII. El primero en salir es, como no, el maestro de ceremonias, Bruce Dickinson. Detrás de él Murray, Smith, Gers, Dawson y de último Harris. Suena Murders in the Rue Morgue.
Cualquiera que los conozca sabe que su ritmo es frenético, y aunque su concierto sea una carrera de fondo empiezan con un sprint. Una, dos y tres veces, Dickinson levanta el soporte del micrófono como un poseso. El estadio se funde en aplausos ante tal derroche de energía. Mientras tanto, las canciones caen como relámpagos. En pocos minutos la banda londinense despacha Wrathchild y Killers.
La dama de hierro usa el álbum de Killers para calibrar sus instrumentos de tortura, Dickinson cambia de micrófono un par de veces y tarda en calentar la voz. El cantante, esgrimista, catedrático universitario y piloto de aviación británico se dirige a su séquito por primera vez: «Hola Madrid». La velada será larga, advierte. Ahora sí, arranca la liturgia endemoniada.
Una gran cortina de terciopelo color sangre se abre, es ella Phantom of the Opera; la canción estrella del disco que lo empezó todo. Como una criatura de la noche, el frontman demuestra que para él no pasan los años. Su registro vocal aun envidiable y el acompañamiento de unos coros operísticos de ultratumba, convierte a la canción en toda una invocación. Por primera vez, la audiencia no puede evitar alzar la mano y noquear el aire.
Son doce minutos de cambios de ritmo, discusiones a guitarra y quejidos en tambor, un viaje total
De repente, Dickinson sale del escenario, pero el eterno trío de guitarristas (Murray, Smith, Gers) se encargan de mantener el caos entre los 60.000 asistentes. Dawson, a la batería, marca una violencia seca y constante desde el bombo. Y detrás de todos ellos, Steve Harris, el arquitecto, contempla su obra maestra.
The Number of the beast hace saltar las chispas con la fricción de su riff, The Clairvoyant incendia las brasas a base de lanzallamas y Powerslave las aviva con su viento egipcio. Cuando llega el ocaso de 2 minutes to Midnight y cae la noche, el Metropolitano ya es una hoguera.
Lejos de estar exhausto, Dickinson sale con uno de los más de 10 cambios de vestuario que hará a lo largo de la noche. Al volver, retumba la epopeya marítima de Rime of the Ancient Mariner. El público se transforma en una marea de brazos que ondean de un lado a otro. Son doce minutos de cambios de ritmo, discusiones a guitarra y quejidos en tambor, un viaje total.
Una vez que comienza Run to the hills el éxtasis revoluciona hasta la atmósfera del estadio. La música de los británicos ya no le pertenece a Dickinson, sino a las miles de personas que eclipsan el vozarrón añejo del vocalista. Lo mismo sucede con The Trooper o Iron Maiden, son conquistas del público madrileño.
Las luces del escenario se apagan, pero nadie se lo cree. De entre los perros viejos de la dama de hierro, más lo son los 60.000 fanáticos que los han visto crecer. El mítico discurso de Churchill, «Lucharemos en las playas», convierte el escenario en un campo de batalla. Tras la exigencia vocal de Ace High, Fear of the dark siembra un abrazo de la solemnidad entre los aficionados.
Finalmente Wasted Years será el culmen y fin de una noche histórica para el heavy metal, un himno emotivo que recuerda: «realize you’re living in the golden years». La reivindicación de un grupo que, tras 50 años de música auténtica, parece que aún tiene mucho por vivir.