Antonio Arias Rodríguez es economista y fue síndico de Cuentas del Principado
En 1958, nacieron en España 653.216 personas. Casi el doble que en el año actual, pero con la mitad de la población. Diecisiete años después, en el curso 1975-1976, llegaban (llegábamos) a la Universidad una décima parte de aquellos, en su inmensa mayoría hijos de la clase obrera y de la incipiente clase media.
El agónico régimen (eufemismo tolerado para señalar al aparato de la dictadura) buscaba la apertura exterior para dar una imagen moderna, acorde con nuestra potencia turística. Se buscaba mantener unas relaciones económicas fluidas con el resto de los Estados y hasta se planteaba ingresar en la Comunidad Europea a pesar de las limitaciones políticas y sociales de una autocracia que ya agonizaba desde finales de los años sesenta. Había una contradicción interna en ese deseo, que China hoy ha vencido, pues modernizar las instituciones lo primero que se llevaría por delante era la «democracia orgánica», incompatible con la sociedad occidental. Recordemos que hasta mayo de 1975 la mujer casada no pudo abrir una cuenta bancaria ni solicitar el pasaporte sin «licencia marital» –y menos adquirir una vivienda– pues muchos artículos del Código Civil comenzaban «El padre, y en su defecto la madre, tiene derecho a…».
Desde hacía muchos años se sabía que, en los setenta, seríamos 35 millones de españoles. Hasta hubo un programa de televisión con ese título. Así que las estructuras ministeriales del tardofranquismo planearon con antelación una reforma educativa que permitiera dar cobertura a la economía industrial que exigía el mercado contemporáneo. Uno de los caminos fue crear más facultades de ciencias económicas y empresariales (así se llamaban: centro único para dos licenciaturas) que desarrollaran esas enseñanzas en la veintena de Universidades públicas generales existentes entonces. Suponía duplicar el número de facultades existentes (nueve en 1972), así como su profesorado, edificios e instalaciones. En 1974 se autorizaron para Zaragoza, Valladolid y Oviedo, y al año siguiente, La Laguna. Acabarían siendo 32 en la década siguiente, ya en democracia constitucional. Unas facultades que convivieron con las Escuelas Universitarias de Estudios Empresariales–herederas de las Escuelas Profesionales de Comercio– donde Asturias mantenía excelentes ejemplos en Oviedo y Gijón, que además contaba con esa enseñanza también en la Universidad Laboral.
Viliulfo Díaz y Antonio Arias / .
Teodoro López Cuesta, catedrático de economía en la Facultad de Derecho desde 1964, era entonces Rector de la Universidad de Oviedo, que tuvo ese curso 18.075 alumnos según la Estadística del Ministerio de Educación 70-80, entre facultades, escuelas técnicas superiores y escuelas universitarias, aportando la nueva Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales 618 matrículas, entre oficiales y libres, tanto del primer curso (la inmensa mayoría) como del cuarto al que podían acceder los diplomados en Empresariales.
La actividad académica del nuevo centro empezaría con retraso y la inauguración oficial, el 24 de octubre, contó con la participación de dos prestigiosos economistas asturianos afincados en Madrid: Valentín Andrés Álvarez y Juan Velarde Fuertes. Inicialmente, la docencia se repartió entre el edificio blanco del campus deportivo de Los catalanes y el Seminario Diocesano, donde se concertaron unas aulas. El edificio en calle González Besada, 13 de Oviedo –que ocupaban los Almacenes de Rojo Cortés– no estuvo adaptado a tiempo y el traslado se retrasó varios meses.
Las primeras imágenes que tengo de la vida universitaria evocan la masificación (resuelta con muchas sillas de pala o pizarras con caballete) lo que sin duda influía en el discurso de los profesores, tan poco motivados como nosotros. Los alumnos que parecían más espabilados utilizaban una retórica rebuscada que yo no entendía. Luego supe que eran los peceros, que reconducían todo a la abominable burguesía. Un adolescente como yo no alcanzaba a entender cómo el bobo gentil que retrataba Moliere podía suponer una opresión para nadie. La movilización estudiantil de ese curso fue importante con debates eternos en las juntas de facultad («la asamblea es soberana», frase mítica) llenas de humo del tabaco (hasta los 90 no se prohibió fumar en las aulas) y donde no era infrecuente la extravagancia de votar si se votaba.

Teodoro López Cuesta / .
El primer Decano de la facultad fue el catedrático ovetense de Derecho Mercantil Luis Carlón, hombre afable y paciente que se trasladó desde la Universidad de Valencia para impulsar la titulación; con mucho mérito porque es sabido el poco cariño que, durante su carrera, muestran muchos aspirantes a economistas hacia el derecho; aunque cuando terminen la inmensa mayoría trabajará en la frontera de la interpretación tributaria o de la legislación de sociedades. Pero entonces no lo sabíamos y mostramos siempre poco entusiasmo por sus asignaturas.
La Administradora era Rosa Corujo, al frente de un aparato burocrático plagado de colas, papel y expedientes. Ella mandaba mucho, como si fuese una decana en la sombra, pero sabía ofrecer sonrisas y atajos. La matrícula conllevaba esperas eternas y una mañana en la cola, era habitual. En la primera biblioteca estaban Conchita Alsina y Esperanza Aparicio –Conchi y Peranchu: realmente nunca supe quién era la jefa– que gestionaron los fondos bibliográficos, las nuevas adquisiciones y siempre nos permitieron generosamente movernos entre las estanterías, tocar y h(ojear) los libros.
Hay que destacar en la conserjería algunas figuras emblemáticas y queridas por los estudiantes. El primero, José era un entrañable Guardia Civil, cuya normativa específica permitía trabajar como personal subalterno durante la reserva previa a la jubilación definitiva. Chus tenía una minusvalía lateral que no le impidió lidiar con nosotros; y Toño, casi de nuestra edad y Gonzalo estaba a punto de jubilarse. Las limpiadoras Tita y María (hermanas) también tienen un lugar especial en este recuerdo, pues vieron madurar a alumnos y profesores, a quienes daban sabios y valiosos consejos, siempre con un cigarro en la boca.
Entre los profesores destacaba Luis Méndez Gayol, catedrático en la Escuela de Comercio y licenciado en Ciencias Exactas por la Universidad de Zaragoza. Fallecido en 2005, era conocido por su exigencia. La herramienta matemática tampoco es uno de los amores de los economistas de empresa. Fue uno de los impulsores del IUDE (Instituto Universitario de la Empresa) una de las primeras escuelas de negocios de España que aún sigue adiestrando a directivos asturianos y donde participaban algunos académicos de gran prestigio como Álvaro Cuervo y José Luis García Delgado, que después consolidarían la licenciatura desde el Decanato e impulsaron la carrera docente de tantos alumnos, sembrando de catedráticos el territorio nacional.
La historia económica corría a cargo de Rafael Anes, que había desarrollado su carrera en el prestigioso Servicio de Estudios del Banco de España y en la Universidad Autónoma de Madrid. Fallecido en 2023, era un docente muy vocacional, de hablar bajo y pausado, y uno de los grandes especialistas en historia de la banca y del ferrocarril; llegaría a Secretario del Consejo de Universidades durante el Gobierno de Aznar, jubilándose tras 44 años de docencia habiendo formado a generaciones de economistas.
Luis Escanciano, Ingeniero de Minas y economista, impartió ese año Microeconomía, una asignatura donde escuché por primera vez eso de cañones y mantequilla, el coste de oportunidad, así como las “restricciones”, incorporando su peculiar sentido técnico en el encerado, siempre lleno de gráficas y fórmulas. En 1981 fue nombrado catedrático de la Escuela de Minas de Oviedo, donde sería director años más tarde.
La Economía de la empresa era explicada con cierta timidez por Manuel Pérez Rubiero, economista en ENSIDESA, cuya tesis doctoral había versado sobre el sector siderúrgico y donde ya anticipaba muchos de los problemas que enfrentarían las grandes empresas transformadoras del acero en España.
El inspector de Finanzas del Estado Ricardo Pedreira (fallecido en 2013) impartía ese primer año la asignatura de contabilidad. Había desempeñado los cargos de director de la Escuela de Empresariales de Oviedo y del Tribunal Económico-Administrativo regional, pues la carrera académica funcionarial era compatible con otras profesiones públicas. Las prácticas de esa materia corrían a cargo de un joven valor gijonés procedente de Vigo y de nombre inconfundible: Viliulfo Díaz. Divertido y cercano, pero minucioso y recto, conocía por el nombre a los alumnos (esencial para preguntar y mantener la atención desde la pizarra durante de los complicados y largos ejercicios) y cuando venía a impartir la primera clase de la mañana o de la tarde, cogía en su coche siempre un cargamento de sus estudiantes, entre los que habitualmente hacían auto-stop al inicio de la autopista de Gijón a Oviedo. También se los llevaba si daba la última clase. Acabó dedicándose a la abogacía de sociedades en su propio y acreditado despacho astur-madrileño, con mejor fortuna que la docencia, muy necesaria sin duda para mantener una familia numerosa.
Los miles de economistas que ejercen o han ejercido su variado oficio ante la sociedad asturiana empezaron a fraguarse desde aquel otoño de 1975, en aulas atestadas y con medios muy precarios. Por suerte, yo también estuve allí, beneficiándome de la ayuda de tantos ilusionados profesionales, vinculados a nuestra región, que volvieron a impulsarla. Pienso que, sin todos los protagonistas señalados, nuestra sociedad no sería la misma. La facultad crecería hasta pertenecer al selecto club de las mejores del mundo (AACSB) durante el mandato de la actual decana Carmen Benavides. Acogería en este medio siglo a innumerables referentes del mundo académico, político, financiero, cultural y empresarial; hasta aportaría un rector, Juan Vázquez, incorporado como profesor en aquella época. De todo ello se hablará durante los próximos meses, desde múltiples perspectivas.
Cuando la Universidad fue una constructora
El ministerio de Educación licitó unos años más tarde la construcción del actual edificio en el Campus de El Cristo, pero el contratista quebró antes de terminar (entonces el procedimiento ordinario para adjudicar obras del Estado era la subasta) y la Universidad de Oviedo, con López Cuesta («Teo») al frente de la entidad destinataria del inmueble (las universidades eran organismos autónomos del ministerio) sustituyó al quebrado para acabarla, lo que evitó retrasar lustros una obra empantanada en múltiples pleitos. Toda una ingeniería jurídica, social y presupuestaria con la que el Gerente, José Luis Álvarez Barriada –funcionario de hacienda– estuvo en rotundo desacuerdo y por ello, durante muchos meses no se hablaron (a este lo nombraba el ministro, no el Rector) pero Teo llegó a múltiples pactos con subcontratistas, proveedores y obreros (algunos entraron de empleados en la Universidad fruto de esa negociación) y logró terminar así la obra a principios de los ochenta, financiada por el Estado. Esto sería impensable en la actualidad y además terminaría fatal. No hubo día que me encontrara a Teo paseando o en algún acto Institucional, en que no le agradeciera tanta implicación. Que saliera bien (milagrosamente) no le impidió perder las elecciones de 1984.
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