Leire Díez.
En el mundo de lo que llamamos política, en el que las relaciones se construyen alrededor del poder y los intereses, las ideologías han cedido espacio a la ambición. En ese mundo no es extraño que no haya amigos, compañeros o camaradas ligados por vínculos afectivos o por fines compartidos con la firmeza propia de las convicciones, mucho más cuando el mérito y la capacidad no son los criterios para el reclutamiento y la promoción de los militantes o del universo que se acerca al poder partidista. Priman la obediencia ciega e irreflexiva a los que dominan con mano de hierro las estructuras partidistas, sin democracia alguna y el temor hacia quien carece de límites cuando se engría en su propio reconocimiento.
En ese mundo, pues, la certeza de la lealtad a los ideales, desaparecida o de la lealtad a los compañeros depende siempre del favor, de la contraprestación, de modo que el riesgo de las delaciones o las denuncias de secretos bien guardados entre quienes todo lo compartían y ya no lo hacen, es proporcional a la realidad ilegítima de lo conocido y guardado a la espera de la “traición”. La confianza de los poderosos, que fían todo a su pleno dominio, en su impunidad derivada de un poder que creen superior al que ostentan alentado por quienes loan sus andanzas sin proclamar crítica alguna, es precisamente su punto débil. Y en democracia nada es eterno. Y en ese mundo de la política mostrar debilidad es arriesgarse a la muerte civil con la misma premura con la que se llega a la cúspide. Anestesiados por su ego abandonan la prudencia necesaria ante quienes no se diferencian de ellos mismos. Nunca presagian su final, aunque envejezcan cada día de forma elocuente.
Cuando los defenestrados, los no recompensados, los fieles desahuciados contemplan su realidad y su nimiedad, su fragilidad, reaccionan de la forma en que es regla en organizaciones partidistas que más parecen partidas que partidos: el fraude democrático que hemos tolerado, el de una democracia que es oligárquica y piramidal. Una forma de relación que, afortunadamente, es ajena a las relaciones humanas ordinarias en las que se mantienen principios y afectos que priman sobre la elementalidad grosera de una política que es rechazada, cada vez con más vehemencia, por una ciudadanía que no la siente como propia. No es arte, ni oficio, sino lacra que se ha insertado en un sistema que es incompatible con sus principios y bases.
Cuando un gobierno y su líder, por razones propias de su carácter o soberbia o, puede ser, porque, como sucede en el caso que todos conocemos, el de Sánchez, no puede dar todo lo que se le pide a pesar de su inmensa generosidad, entra en un espacio en el que los cadáveres se alzan contra el hedor que desprende un inevitable fin de ciclo. Y un fin de ciclo traumático si quien lo ha dirigido lo ha hecho con evidentes deslices y enfrentamientos con todo aquel que discutió su ridícula imagen de poderío absoluto.
Oler la debilidad es una incitación a los próximos, los auténticos enemigos, no los adversarios, que juegan su papel y esperan ocupar su plaza o devolver afrentas. Esos, los próximos son el mejor termómetro que sirve para medir la caída de quien no es ya un seguro de vida. Sobre todo, cuando no puede ofrecer beneficios a los despedidos a los que, en ocasiones, solo queda abandonar a su suerte o echar a los leones con riesgo de ser también devorado. Ese es el juego suicida al que apuestan.
Cierto es que con todo lo que está pasando, con los culpables generalizados, los subversivos en palabras de la tal Leire Díez, los ataques al Poder Judicial, a los empresarios, a la prensa no afín, a la derecha toda, a la Guardia Civil, a la Iglesia, puede Sánchez permanecer dada su absoluta indiferencia y su engreimiento irresponsable. Pero cuando son los propios los que anuncian el acoso y derribo, todo se viene abajo, pues estos, con sus conocimientos directos, conservados, pueden arruinar ese mensaje de “todos contra nosotros y contra mí”.
La revelación de mensajes provenientes de los mismos interlocutores, no de terceros y por ello perfectamente lícitos, constituye un arma poderosa y proporcional a la información poseída en función de la posición ejercida por el apestado para el partido y su líder, antes cooperador necesario de lo que ahora se le imputa en exclusiva.
Hemos entrado en una fase en la que se está solo en el nivel de advertencia, no en el fondo de lo que puede venir, incluso de más allá de nuestras fronteras como se viene proclamando hace tiempo y a la espera del momento oportuno.
Que la señora Leire Díez, que negociaba al más puro estilo mafioso sea ajena al PSOE es un insulto a la inteligencia; basta leer lo buscado y ofrecido. Que lo revelado con permiso de Ábalos como aperitivo es mera introducción del libro que viene, solo no quieren verlo quienes, a la vez, están convencidos de que en España se puede derrumbar el Poder Judicial e imponer la impunidad por ley. Ni siquiera lo van a conseguir con una amnistía que, sea o no constitucional, respondió a un mero interés político. Porque no hay más que eso. Creerse con capacidad para subvertir un estado, retratada esta ilusión en la tal Leire vendiendo un imposible que escapa de sus poderes, retrata el declive de esta trama.
En algún lugar han de estar las grabaciones de la Sra. Leire Díez. Si las tiene ella, se asegurará la vejez; si es su partido el poseedor, tiene éste un problema, pues de nada les van a servir ya y les puede achicharrar. Ese fue siempre el problema de jugar a juegos prohibidos y no respetarse ni a sí mismos. Siga el PSOE por esta senda o regrese al socialismo democrático. Por el bien de la izquierda es mejor ponerle fin y construir el futuro. Aunque a la mejor hay que esperar a la siguiente generación o a los que ahora sus abuelos enseñan que hubo otro PSOE que cambió España para bien.