Joaquín Sabina. / EPE
Hola y adiós. Joaquín Sabina dice que hasta aquí ha llegado y que se despide de los escenarios con una última gira. Guarden las entradas o hagan pantallazos al móvil: serán reliquias. Recuerdos de una despedida de quien se ha pasado media vida contando y recontando los placeres y pesares de la vida urbana entre rimas y veras. Sabina es ese recolector de colillas que agonizan de madrugada cuando los peces de hielo se desvanecen en un whisky on the rocks mientras él pellizca cicatrices rasgando voz y guitarra.
Nacido en Úbeda en 1949, Sabina llegó en los 80 a ser altavoz de una urbi et orbi con himnos como Pongamos que hablo de Madrid y Calle Melancolía. Una guía de versos callejeros donde el amor y el humor riman a flor de hiel. Sabina pertenece a esa estirpe deslenguada de artistas que se inspiran en la vida a la intemperie para explicarse a sí mismos y descifrar a los demás en viajes que duran 19 días y 500 noches (1999) y consumiendo Vinagre y rosas (2009) para paladares exigentes que no se conforman con estribillos de andar por casa. Canciones como Y nos dieron las diez, Contigo, Por el bulevar de los sueños rotos, Princesa, Y sin embargo o Pongamos que hablo de Madrid han construido y reconstruyen un mural de sentimientos en carne viva, emociones al rojo vivo que perduran dentro de una fórmula muy imitada (casi siempre para mal con rima que da grima) que prioriza la letra sobre la voz que la viste, y más en los últimos tiempos, cuando las cuerdas vocales ya perdieron fuelle. Sabina supo componer su propia marca y la vida no le llevó la contraria cuando trató de subirse a la barra de los extremos, entre vapores de cristal roto y señales de humo desencantado.
Creó una imagen de bohemia desaliñada pero con bombín que nació al (des)amparo de un país necesitado de un boca a boca urgente tras décadas de dictadura plomiza, y que acogió con los versos abiertos a un poeta acunado por el deambular de Kerouac o Bukowski, los quebrantos de Brassens o la tempestad en calma de Cohen. O de Dylan. Sabina hizo suya la tristeza simpática como compañía de la queja social, se sintió a gusto con los disgustos amorosos y las penurias políticas. Creó la banda sonora de generaciones perdidas cavando trincheras desde la picardía ronca y la derrota cordial, la derrota como alma de doble filo. Alguien vio en él volutas de Baudelaire destemplado y estampidos canallas de un Groucho Marx que solo se toma en serio el humor. Nos vale.
El tiempo pasa por Sabina (sus percances de salud están ahí, de un infarto cerebral leve que le encaró a una caída del escenario en 2020: obligatorio reinventarse) pero Sabina no pasa con el tiempo. Cuando suena un solo segundo se abren las compuertas emocionales de quien vivió lo que Sabina canta. Y cuenta. Le vale todo a la hora de convertir un barrio de Madrid en un escenario shakesperiano o cervantino, desde letras que beben de la gran j(u)erga del asfalto hasta brotes de lectura clásica que renuevan la pasión por los mitos y los ritos de soledad y melancolía sin regodearse en el sentimentalismo soez. Le vale Gil de Biedma y también Neruda, le vale Umbral y no se despega de Ángel González. Y muchos más. Un cóctel de fértil resaca que se moja en ritmos de tangos, coplas, baladas, boleros… Un personaje literario ojeroso con trazas de dandy barriobajero que se ríe de sí mismo con acento andaluz y deje madrileño al calor de neones vibrantes mientras una mujer imposible le dice hola, le dice adiós, le dice hola y adiós con irónica ternura. Menos mal que la vida no fue tan literaria en ese campo y le permitió conocer en 1999 a Jimena Coronado, fotógrafa peruana con la que se casó a los 71 años en 2020, tras más de cinco lustros juntos. Muchos días, muchas noches de afinidad, que rima con complicidad. Gracias a ella y su saber ser y estar, Sabina cruza los dados sin el peligro de ver convertida la leyenda en caricatura.
Lo niego todo, incluso la verdad. Con semejante declaración de intenciones, Sabina se cura en (mala) salud. Y es que sus canciones tal vez no sean siempre verdad, pero nunca son mentira. Cronista de rupturas, rehén de contradicciones íntimas, Sabina (jamás de los jamases le llamen esa cursilada de ‘Juglar del Asfalto’ porque mosquea) sigue buscando a quien le robó el mes de abril, y lo hace con la paciencia y curiosidad de un obrero de las palabras que hace creer a quien lo escucha que le sale todo fácil, pero que se sostiene sobre un andamiaje (mili)métrico con mucho trajín (rima con bombín) detrás. «Mi plan es envejecer sin dignidad», confesó. Pues va a ser que no, Joaquín Ramón Martínez Sabina. Va a ser que no.