Tanto hablar de la adicción de los menores a la tecnología y ha tenido que venir un apagón descomunal para desterrar su presunta nomofobia, término que no está recogido en la RAE pero sí en Fundéu para nombrar la angustia que provoca estar incomunicado sin móvil. La corriente eléctrica, las pantallas y el wifi desaparecieron el lunes 28 de abril y, lejos de lo que muchos adultos agoreros esperaban, niños, niñas y adolescentes salieron indemnes. Ni más irritables ni más desobedientes ni más apagados a pesar de no tener su principal objeto de deseo: su móvil.
El Risk volvió a la mesa del comedor. También el Scattergories y, para los más pequeños, las manualidades. Los libros de papel y los paseos por el barrio y los parques entraron en escena. También hubo espacio para el tesoro robado a la infancia y la adolescencia del siglo XXI: el aburrimiento y el hecho de no hacer nada, ‘actividades’ imprescindibles para un cerebro sano. En hogares ultraconectados donde hasta para saber qué tiempo hace en la calle preguntamos a Alexa en lugar de abrir la ventana y comprobarlo, los padres y las madres recuperaron las radios a pilas de los abuelos para saber qué estaba ocurriendo. Sus hijos, mientras, descubrieron las bondades de la pretérita vida analógica de sus padres: juegos de mesa, libros de papel y paseos por el barrio.
Todas las familias consultadas por El Periódico de Catalunya dejan claro que no se trata de romantizar nada porque la gravedad de la crisis fue palmaria, pero sí quieren aplaudir a los hiperconectados chavales por haber surfeado tan bien la desconexión.
En casa de Roberto, consultor financiero de Barcelona y padre de tres hijos de 19, 16 y 9 años, hacía un par de años que el Risk, juego de estrategia militar, estaba cubierto de polvo. Lo sacaron y se entregaron. «Fue divertido, muy divertido», recuerda Roberto, que ganó la partida junto con su hija pequeña al conquistar América del Norte y África.
«Mis hijos son de la generación pantallas, pero vi que se adaptaron muy bien al apagón. Jugamos al Risk y pasamos una bonita tarde en familia. Si hubiéramos tenido luz y conexión no lo hubiéramos hecho»
Después de que los dos hijos mayores llegaran a casa andando desde la universidad y el instituto y la pequeña bajara del bus escolar que no tuvo más que un ligero retraso, Roberto preparó para todos una sopa en la cocina de gas. Comenzaron a jugar al Risk con luz natural y les enganchó tanto que terminaron con velas. “Mis hijos tienen una relación sana con la tecnología, pero, evidentemente, forman parte de la generación pantallas. Sin embargo, vi que se adaptaron muy bien al apagón. Se metieron mucho en el juego y lo disfrutamos. Fue una tarde muy bonita en familia. Si hubiéramos tenido luz y conexión no lo hubiéramos hecho”, explica el padre.
Si hubo algo de angustia en la familia de Roberto no fue por la ausencia de internet sino por un motivo físico. La madre estaba trabajando y no habían podido comunicarse con ella. «Intuíamos que estaba bien, pero mi hija pequeña se preocupó y solo se quedó tranquila cuando, a las 22.00 horas, regresó a casa», subraya.
Lógicamente y a pesar de disfrutar del contacto físico con sus hijos, Roberto también sintió preocupación. No ya solo por su mujer, sino por un apagón inédito al que nadie daba respuestas y sobre el que flotaba el fantasma de un ciberataque. «No podemos idealizar estas situaciones, que son complicadísimas. Tenemos que ser conscientes de la gravedad de la crisis y esperemos que no se vuelva a repetir», sentencia.
Pulseras de gomitas
Una vez terminado el colegio, Cristina y Ana, hermanas de 12 y 10 años que viven en Madrid, pasaron la tarde en casa con su madre. Cristina, que ya tiene móvil propio, y Ana, que se lo ‘roba’ para ver TikTok y YouTube, optaron por jugar al Scattergories. Incapaces de encontrar el juego de mesa (acaban de hacer reforma y la casa es todavía un zafarrancho de combate), sacaron lápiz y papel e hicieron las fichas para rellenar palabras que empiezan por una misma letra.
Después de media hora, sacaron los enormes kits de pulseras DIY (‘Do It Yourself’, hazlo tú mismo) para hacer abalorios con gomas de colores y cuentas. “Mamá nos propuso dar una vuelta fuera, pero a mí me daban mucho miedo las calles sin semáforos, así que le dije que no”, explica Cristina, que optó por aprovechar la luz natural para leer, en papel, ‘Asesinato para principiantes’, de Holly Jackson. Su hermana hizo lo mismo con ‘Escuela del bien y del mal’, de Soman Chainani.
«Mamá nos propuso dar una vuelta por la calle, pero a mí me daba mucho miedo las calles sin semáforos, así que nos quedamos en casa leyendo»
«Me gustó vivir una tarde así. Pensé en mi padre cuando era pequeño y me hizo ilusión hacer lo que él hacía a mi edad: pasear, comer pipas y hablar con los amigos»
Llamar a gritos
El apagón pilló a Adriana, madrileña de 16 años, en el instituto donde estudia 1º de bachillerato. Caminó hasta su casa, donde su madre, que tuvo que dejar de teletrabajar cuando se fue la luz, estaba comiendo una ensalada y unas sardinas de lata. El mismo menú frío tomó Adriana, que tiene veneración por su móvil y que decidió hacer algo que pocas veces (¿nunca?) hace: abandonar el inservible aparato y salir a la calle para buscar a su amiga Rebeca, que vive muy cerca, y dar un paseo largo. No le mandó un whatsapp, evidentemente. Cuando llegó a su portal tampoco le pudo tocar por el telefonillo. Suerte que vive un primer piso y la pudo llamar a gritos, un gesto grabado a fuego en la generación EGB, la última que reinó en la calle.
“Me gustó vivir una tarde así. Pensé en mi padre cuando era pequeño y me hizo ilusión hacer lo que él hacía a mi edad: pasear, comer pipas y hablar con los amigos. Fue divertido porque Rebeca y yo nos encontramos, de casualidad, con amigos de clase que habían hecho lo mismo que nosotras, salir a pasear por el barrio”, explica Adriana, que confiesa, con toda la ingenuidad que le brindan sus 16 años, que no le importaría vivir otro apagón.
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