Al alborear la jornada del 21 de abril, la muerte del Papa Francisco prorrumpe como hecho global. Titular, cinco columnas, primera página, y todas las que vienen después. Noticia, y comentarios corales en todas las lenguas conocidas, que eclipsa fulminantemente todas las demás.
Asistimos desde ese minuto en la madrugada de lunes a una sesión continua de celebración de la vida de Jorge Mario Bergoglio, improbable fumata bianca del cónclave de 2013 para suceder a Ratzinger, entonces todavía vivo. Controvertido por la misma empatía y afable espontaneidad con la que no sólo no eludió las cuestiones de su tiempo, sino que las abordó con una llamativa –a menudo sorprendente– candidez.
Lo hizo, creciéndose en ello, con formas y fondos rompedores con estereotipos anclados décadas –si no siglos– en el imaginario de los pontificados, en los que se encarna, al mismo tiempo, la cabeza de una Iglesia sobre las que muchos tenemos formado un juicio histórico (severo, por el papel de sus jerarquías en la historia contemporánea de España) y la jefatura de un Estado (la Santa Sede/Ciudad del Vaticano) que, en su singularidad, constituye una genuina rareza en el Derecho internacional.
Brilla, en este minuto de reconocimiento a las hechuras del finado, su legado heterodoxo, con pronunciamientos claros por los más oprimidos, los más pobres, los más perseguidos, las víctimas siempre inocentes de tantas guerras sanguinarias –Ucrania, Oriente Medio, Gaza–; y en especial por los migrantes, contra cuya discriminación y exclusión clamó en el desierto ante los poderosos de la Tierra. Se prometió ir a Canarias en testimonio de solidaridad en el punto más caliente y mortífero de la ruta migratoria hacia la UE: no le llegó la vida para viajar a las Islas, como por demás a España; pretiriendo entre sus viajes incluso su Argentina natal.
Crítico con las ominosas acciones brutales dictadas en tantas direcciones por la Administración Trump desde su estruendoso regreso a la Casa Blanca, es una triste ironía, que queda para la Historia, que en su última tarde vivo haya encontrado fuerzas de flaqueza para recibir a J.D. Vance, vicepresidente de EEUU, ejemplo superlativo de cómo se alcanza a surfear, desde el podio de la peor política, la comisión de actos horrendos en violación de los derechos de los más vulnerables, miles de niñas y niños sacrificados en Gaza, con la exhibición más cínica de devoción en el rito de una misa solemne.
La conmoción no ha terminado, a la espera de un cónclave inminente que coincidirá en las salas de cine con una película homónima protagonizada por Ralph Fiennes. Tampoco ha cesado la atención mediática, prácticamente excluyente de ningún otro objeto, como pudimos comprobar durante el funeral, en que se agolparon jefes de Estado y de Gobierno, siguiendo un riguroso protocolo que desplazó a la platea a tantos miles congregados en San Pedro.
Cuando remanse el duelo por este Papa por el que, reconozcámoslo, hemos sentido simpatía incluso quienes llevamos desde la adolescencia ajenos a la influencia de príncipes de la Iglesia, seguramente pasará todavía alguna semana en la que no quepa hablar ni escribir sino del nuevo Pontifex Obispo de Roma. Resulta, no obstante, predecible que solo muy difícilmente volverán los cardenales a emerger de la Capilla Sixtina habiendo elegido a ninguno remotamente parecido a Bergoglio.
Una vuelta de tuerca hacia la derecha más conservadora de la Curia añadiría una dosis ácida a este clima enrarecido por el auge de las formulaciones ultras y de signo reaccionario. Se salpimentaría así un mundo cada vez más inseguro en el que van saltando, como espitas, una tras otra, las válvulas de contención ante la disolución de las reglas de la comunidad internacional, primando la ley del más fuerte, sin más principio ni más código que la ventaja inmediata, a costa de vidas humanas o del futuro del planeta.
Nada lo describe mejor que el síndrome Trump en EEUU, con sus exabruptos erráticos, sus impredecibles contorsiones y sus amenazas de represalia en una desatada espiral de acción/reacción contra todo y contra todos, sin reparar en consecuencias ni, por supuesto, en daños.
Cuando los EEUU se abisman en su decadencia y se multiplican los análisis que apuntan a una suerte de «americanismo fascista» –traduciendo en fuerza bruta la mayoría obtenida en las urnas, con agresivo desprecio por la Justicia y sus sentencias, la intimidación general de disidentes y la asfixia de focos de resistencia, todo adobado en un lenguaje insultante, ofensivo, humillante–, el día después de Francisco y de la tregua mediática impuesta en torno a sus exequias, el mundo volverá a girar con aliento contenido.