Roma, la ciudad que ha sobrevivido a incendios, emperadores, traiciones y renacimientos. La ciudad donde cada adoquín guarda una historia, donde cualquier esquina podría ilustrar un capítulo de un libro de historia del arte. Por sus calles han caminado cónsules, mártires, papas, reinas y revolucionarios. El Coliseo cede su legado al Olímpico, y los gladiadores reaparecen con botas y escudos de tela. Ya no hay espadas, pero sí balones de fútbol. No hay leones, pero las gradas rugen con la misma hambre. El humo ya no es de antorchas, sino de bengalas, y al jugarse el partido en un Domingo de Ramos, las repartían igual que los nazarenos reparten caramelos en una procesión de Semana Santa.
La llegada al Olímpico ya lo cambia todo. En un derbi como este, basta con elegir una calle para saber a quién perteneces. Según el rumbo, solo verás bufandas de un color, cánticos de un tono. La ciudad, que durante el año disimula sus grietas, hoy las traza con una precisión quirúrgica. Un cordón policial separa lo que ya viene separado desde generaciones atrás. Pero ambos tienen algo en común: bengalas y petardos que estallan como si quisieran anunciar que la paz, por un día, ha quedado suspendida.
Y entonces, cuando parece que ya estás, empieza lo peor. Puertas cerradas y colas que se hacen eternas. No hay espacio para nadie, pero todos empujan como si pudieran arañar unos metros. Se está apretado, incómodo, sin aire. Los cuerpos sudan aunque no haga calor. Y entre todo eso, el miedo. No al rival, sino al de al lado. A que alguien te meta la mano en el bolsillo y te robe el móvil. O peor aún, las entradas. Algunos comprueban cada diez segundos que siguen en su sitio. Porque en este momento, lo único más desesperante que no ganar es no poder entrar.
El campo aparece de golpe. Las gradas ya están en guerra. Al norte, el azul ondea como una bandera eterna. Al sur, el rojo arde con el orgullo de quien no pide permiso. No hay nada neutro. Los jugadores salen, miran al frente y se acercan a los suyos. No hay arengas ni gritos. Solo una charla breve, de espaldas al resto del estadio, frente a los que más importan. Como si hiciera falta recordar, en medio del ruido, que esto no va solo de fútbol.
Empieza el partido y el ritmo lo marcan los silencios. Los primeros minutos son un pulso. Nadie arriesga. Uno se defiende, el otro avisa. La Roma se cierra con orden. La Lazio llega con algo más de filo. En la banda, la joya observa. No hay gesto ni palabra. Solo mirada fija. Está lesionado, pero no ausente. Su forma de estar es no marcharse.
Los fondos no descansan. No hay pausas ni treguas. Cada saque de esquina es una declaración. Cada falta, una excusa para elevar el rugido. Desde el sector local, la Lazio exige que el resto del estadio cante con ellos. Lo hacen con el brazo en alto, marcando el ritmo como si fueran directores de orquesta. Enfrente, la Roma responde. No hay diálogo, hay desafío. Se insultan sin escucharse. Se odian sin tocarse.
En el césped, el tiempo avanza sin que nada termine de romperse. La Roma se ordena. La Lazio insiste. El cero a cero flota como una tregua tensa, como si todos supieran que algo va a pasar, pero nadie supiera cuándo.
Y llega justo al volver del descanso. Centro desde la izquierda, remate seco y la red que se agita. Gol de la Lazio. En la grada, un niño grita antes que nadie. Su padre no lo ha visto. Estaba bajando las escaleras, tal vez buscando algo, tal vez huyendo del nervio. Vuelve corriendo, lo abraza y escucha el relato. El centro, el remate, el estallido. El niño lo cuenta con la emoción de quien no solo lo ha visto, sino de quien lo ha vivido. Como si hubiese bajado él mismo a la arena. Como si hubiese saltado entre los centrales para rematar ese balón.
La respuesta no tardó demasiado. Una jugada aislada, una defensa desordenada y el empate. El fondo romano estalló, pero no con euforia, sino con desahogo. Como si la grada necesitara gritar para no dejarse caer. El partido, sin embargo, no cambió. No se aceleró. Volvió al equilibrio forzado del inicio, al miedo a perder más que al deseo de ganar.
El tiempo avanzaba y el estadio lo notaba. Cada falta tardaba más, cada mirada al árbitro duraba un segundo de más. Se jugaba menos. Se resistía más. Las aficiones empujaban, pero en el campo parecía haberse firmado un pacto invisible. Uno a uno, y todos de vuelta a casa. Como si el riesgo ya no valiera la pena.
Cuando llegó el pitido final, no hubo estallido. No hubo rabia. Solo un murmullo general, como el que deja un sueño al romperse. Uno de esos en los que pasan cosas, pero al despertar no sabes muy bien cuáles. Solo sabes que estabas dentro. Que por un rato, fuiste parte de algo muy grande. Y con el único deseo de volver a dormir para retomarlo por donde lo habías dejado.