El otro día, en un Club de Lectura, salió el tema de la economía del lenguaje escrito en los canales de comunicación. Recordé cuando tuve móvil por primera vez, allá por el dos mil, y cómo me comía vocales y consonantes porque en los SMS de entonces te cobraban por letra. De esta forma «tqm» sustituía al «te quiero mucho» de toda la vida o «bn» a «bien» o «-mal» a «menos mal». Con los veinte euros al mes de saldo que te ponía tu madre tenías que hacer malabares. Otra forma de supervivencia de aquel momento era «dar un toque». Así el destinatario sabía que no te quedaba un duro ni para SMS ni para llamadas. El comentario de uno de los contertulios me sacó del baúl de mis recuerdos: «Pero hoy en día, que WhatsApp te permite escribir todo lo que quieras y hasta poner negrita y cursiva, ¿por qué siguen economizando en el lenguaje escrito?» El problema está en que no solo hay una pérdida de riqueza en esta forma de comunicación, sino también una merma de interés en la oralidad.
La semana pasada este periódico publicó un reportaje en el que exponía que los jóvenes solo quieren textear y que las llamadas de teléfono les parecen invasivas e innecesarias. Tal es la falta de talante o de habilidad, que en la noticia ponían el acento en que estos «jóvenes» -y entrecomillo jóvenes porque este dato no se debe hacer extensible a toda una generación-, evitaban ir a la carnicería o a la pescadería para no interactuar. Este mutismo, llamémoslo selectivo, pues quiero pensar que habrá gente con la que sí charlen, solo nos conduce a un empobrecimiento de la lengua. Uno aprende a hablar hablando, igual que a escribir escribiendo y a leer leyendo. Así aumentamos nuestro vocabulario, desarrollamos estrategias morfosintácticas y fomentamos la metacognición. Esta precariedad comunicativa la observamos en el aula, cuando un alumno tiene que desarrollar un tema de forma oral y nos damos cuenta de que le tiembla la voz, hace uso de muletillas y no conoce más que una conjunción coordinante para unir frases, la más común «y». ¿Debemos culpar de esto al uso de los teléfonos móviles? Pues mira, sí. Los niños utilizan estos aparatos a edades cada vez más tempranas. Se acostumbran a comunicarse con sus amigos a través de mensajes de texto, lo que va alimentando la pereza por construir un sintagma con sujeto y predicado.
¿Para qué voy a explicarte las razones por las que estoy de acuerdo contigo si puedo reducirlo todo a un «ok»? ¿Para qué voy a molestarme en mostrar cómo me siento y por qué me siento de una manera u otra si puedo hacerme entender con un «bien» o un «mal»? La forma de solucionarlo no radica en expresarnos como si fuéramos un personaje de El Quijote, pero tampoco en convertirnos en Jacques Vauthier, el protagonista sordo, ciego y mudo de la novela El Solitario. Y a veces vamos de esta forma por la vida, con pocas ganas de escuchar, de ver o de comunicarnos con el otro. Quizá no estemos ante un caso de recortes del lenguaje, ya sea oral o escrito. Tal vez solo estamos ante el inicio del fin de esto que llamamos «humanidad».