La afirmación o delimitación de principios por las sentencias constitucionales se produce casi siempre más allá de las concretas circunstancias del caso juzgado, aunque este haya sido la ocasión para afirmarlos. Valga como ejemplo la legendaria sentencia norteamericana Marbury v. Madison, que estableció el control judicial de las leyes, y bien sabido es que el asunto se refería al nombramiento de un juez de paz.

Esto es debido a la propia naturaleza de las normas constitucionales, que reúnen habitualmente grandes dosis de abstracción y generalidad, y un notable margen de indeterminación. Son características propias, no patológicas, porque la Constitución no agota el ordenamiento jurídico, sino que es su cabecera, como configuración de lo que es lícito y obligado jurídicamente para cualquiera de los Poderes del Estado, y con capacidad de desplegar dentro de sus mandatos programas políticos alternativos.

En nuestra experiencia actual, las sentencias de los ERE, más allá de las circunstancias concretas de estos, tienen como fundamento último la afirmación de la separación de poderes. Se anulan actividades judiciales por la ausencia de jurisdicción sobre actos constitucionales y conductas amparadas por leyes parlamentarias, sin cuestionarlas previamente por los propios jueces, que disponen del mecanismo de la llamada cuestión de constitucionalidad, artículo 163 CE. La jueza instructora carecía de jurisdicción para instruir, la Audiencia de Sevilla para resolver, el Tribunal Supremo para entender del recurso de casación, ese es el meollo de las decisiones del Tribunal Constitucional, y será el legado jurídico de sus sentencias, sagrado para cualquier poder político de cualquier signo, la imposibilidad de que el Poder judicial atropelle el principio de separación de poderes. El Doctor Tiempo, que tantas razones da y quita, nos mostrará la defensa acérrima de lo ahora decidido por el Tribunal Constitucional por los mismos que ahora se rasgan las vestiduras, algunos por pasión o ignorancia, otros por no confesar sus errores, los más por cinismo.

Este vicio, la ausencia de jurisdicción, es precisamente el que afecta al Auto del Tribunal Supremo, que declara inaplicable lo regulado en la Ley de Amnistía sobre el delito de malversación a los principales autores políticos del proceso independentista catalán fallido. Para llegar a esa conclusión necesita establecer que la ley no establecía la amnistía de TODA malversación de fondos públicos en relación con el procés, porque según su interpretación habría habido distracción de fondos al haberse ahorrado los malversadores su caudal particular. Con independencia de la nula consistencia del argumento, que consiste en añadir un requisito para que la ley no diga lo que quiere decir y efectivamente dice, y no resulte amnistiado lo que quería amnistiar, convirtiendo a la Sala en legislador, esta evita el planteamiento de la cuestión de constitucionalidad, con el siguiente argumento: la ley no dice lo que ella quiere decir, sino lo que nosotros queremos que diga, y como esto lo tenemos claro, para qué vamos a plantearnos nada más. Con ello atenta al cumplimiento del artículo 5, puntos 3 y 4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial que le obliga a buscar siempre una interpretación de la ley que sea conforme a la constitución, y no plantear la cuestión de constitucionalidad mientras haya alguna. La mera existencia de un voto particular tan contundentemente contrario les debería haber inducido a plantearla, como un acto de prudencia, tratándose de asunto tan delicado.

El mencionado precepto es importantísimo. Aunque parezca referido a la cuestión de constitucionalidad en un aspecto puramente técnico, en realidad, es mucho más que eso. Es un artículo que delimita la jurisdicción constitucional de la jurisdicción ordinaria. El respeto a la exclusividad de la jurisdicción ordinaria ha de venir conjugado con la supremacía del Legislativo, y con el control de constitucionalidad de las leyes (exclusivo también, pero del TC), y ello supone una tarea delicada, porque ni la innegable actividad creativa de la jurisprudencia puede atropellar los mandatos del Legislativo, ni suplantar al Tribunal constitucional en sus competencias propias.

Aunque, como todos los problemas jurídicos tienen una dimensión casuística propia, esta cuestión tiene reglas acuñadas por la jurisprudencia constitucional, o las propias Constituciones o las leyes, pues implica nada mas y nada menos que delimitar la extensión de la jurisdicción ordinaria y de la constitucional, y de las posibilidades de control del Legislativo. Mas en concreto, y precisamente en USA, el país con la Constitución mas antigua del mundo, y con la mas antigua utilización del control de constitucionalidad de las leyes (1803) son comúnmente aceptadas las llamadas (por el caso que dio a ellas origen) Ashwander Rules, cuya esencia es que ni la corte Suprema, ni ningún juez pueden plantear la inconstitucionalidad de una ley, mientras exista alguna posibilidad de que pueda ser interpretada como conforme a la Constitución, y ello sin vulnerar su mandato político, derivado del Legislativo y de su mayoría, forjada por el principio democrático. En los sistemas de control constitucional europeos , y entre ellos, el español, se añade una posibilidad de la que carece el juez americano: la de plantear al Tribunal Constitucional, fundada y razonablemente, la cuestión llamada de constitucionalidad, si se duda de esta. Pero lo que no puede es ni plantearla, ni entender la ley a su comodidad, contra el evidente propósito del Legislador.

Esto es lo que ha hecho el Tribunal Supremo, que antes de la contorsión jurídica que supone su bizarro entendimiento del lucro en la malversación, debería haber hecho el esfuerzo de demostrar que la ley en sus propios términos no podía ser considerada constitucional en forma alguna, y a ello le obligaba el artículo 5.,4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial; ha hecho más bien lo contrario, ha buscado una interpretación que ampliara el tipo de la malversación, llevándose por delante, dicho sea de paso, el principio de intervención mínima propio del Derecho Penal. La cuestión es singularmente grave, no porque sea una vulneración del principio de legalidad penal, que en sí mismo no lo es, pues no puede serlo porque el TS precisamente se coloca fuera del ámbito de la jurisdicción; por muchos ropajes técnicos y prosopopeya jurídica el Auto del TS es prácticamente una vía de hecho. Se trata de un acto político del Tribunal Supremo, desconociendo los límites de su jurisdicción, y afirmándola arbitrariamente y en contra de la ley, y asaltando el principio de separación de poderes. Por mucho que por alguno se quiera elevar el Auto a obra maestra frente a los perversos e incompetentes asesores del Gobierno, si tal obra fuera, lo sería de literatura jurídica desvariada, frente a la cual resplandece singularmente la calidad del voto particular.

Ángel López es militante del PSOE y Profesor Emérito de Derecho Civil y fue redactor del Estatuto de Andalucía y Presidente de su Parlamento.

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