Patricia Ramírez ha conmocionado al Senado fósil con una declaración sobrecogedora, en la que exige reservar para sí misma la memoria de su hijo asesinado hace seis años. La redifusión de lo ocurrido en formato de teleserie obligó a la Madre Coraje a reivindicar públicamente unos derechos mejor protegidos legalmente de lo que pretenden los repentinos descubridores de que el «true crime» es un negocio. No me diga. La curiosidad malsana se da por sobreentendida, porque hay un morbo asumible colectivamente y otro enfermizo, pero la turbiedad permanece en ambas variedades. Por no hablar de los familiares de asesinados que acceden a la recreación de su drama íntimo por motivaciones económicas, sentimentales o de preservación de la memoria histórica de lo sucedido.

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