Entre las estrategias de defensa de los abogados de Daniel Sancho no es descartable, como ha contado este periódico, que a los letrados no les haya pasado desapercibido el llamado ‘efecto halo’, a saber: sacar conclusiones de alguien a partir de la primera impresión, un factor determinante para, como en este caso, una persona que está siendo juzgada por asesinar y descuartizar a su víctima. Según analistas norteamericanos, en virtud de la asociación que hacemos de la belleza hacia cualidades como la bondad o la inteligencia, el ‘efecto halo’ beneficia a los enjuiciados que se enfrentan a un tribunal o a un jurado. Guapo y con buena planta, Sancho reúne las características que establece ese canon. La sentencia resolverá si su aspecto físico será suficiente para que el tribunal olvide su condición de descuartizador de Koh Phangan.
Con arreglo a esa premisa —si es guapo es mejor persona—, lo inquietante no es tanto el carácter benefactor de la belleza como los prejuicios que arrastra la fealdad. De ser cierta la teoría del ‘efecto halo’ (los criminales menos agraciados sufren condenas hasta un 300 por ciento más severas y los bendecidos por Adonis pasan en prisión la mitad de tiempo que los feos), nacer guapo no resuelve la vida, pero facilita el camino.
Los feos arrastran desde hace siglos la injusta penitencia de transitar por la vida bajo el dedo acusador de la sociedad, con sus sobreentendidos, chistes y burlas. ‘Que se mueran los feos, que no quede ninguno’, cantaron Los Sirex. Hubo un rey de Castilla que pasó a la historia como ‘el Hermoso’ y sale en los libros por su matrimonio con Juana La Loca, por su visceral enemistad con su suegro, el rey Fernando, y por su torpeza en la breve gobernanza de un reino que le venía enorme. Su belleza regia aparece como ornato, como referencia para la historia, como apodo reconocible para la posteridad. Hermoso. Cuatro siglos después, un zapatero de Granada eludió una condena a muerte en el último momento. Tan cerca estuvo de morir que del trauma se le cayó el pelo, le salieron bultos y quistes en la cabeza y la cara, y su rostro quedo absolutamente deformado. Francisco Picio se llamaba. De ahí lo de «más feo que Picio«. No importa qué delito cometiera. Ni siquiera está del todo claro. Da lo mismo, ha pasado a la historia por feo.
La fealdad ha sido siempre una forma de discriminación, a menudo agravada por un machismo rampante que dificulta el acceso a según qué puestos de trabajo o condena a un alumno de instituto al tormento del acoso escolar. Se habla de gordofobia o de homofobia como modelos de odio a extirpar de la sociedad, pero menos de las consecuencias negativas que un físico fuera del canon (¿Qué canon?) puede acarrear en la infancia, en la adolescencia y en la edad adulta. Hay dos palabras que apenas han rebasado el espacio cerrado de los manuales de psicología, pero que no se conozcan por la generalidad no significa que el problema no exista: una es dismorfia, o fobia a padecer algún defecto, anomalía o enfermedad que afecte estéticamente a una parte del cuerpo, especialmente al rostro. La otra es cacofobia, o el miedo a la fealdad, a las personas feas, incluso a ser feos nosotros mismos, una circunstancia atribuible a la genética o a circunstancias imprevistos, pero nunca a la conducta.
Algunas redes sociales están convirtiéndose en plataformas donde se exaltan ideales de belleza inalcanzables. Por el contrario, apenas hay vídeos en tales plataformas donde la fealdad no sea motivo de burla en oposición a las ventajas de lo estético. En las últimas semanas ha sido noticia el gasto ingente en cosméticos de muchos adolescentes cuya primera arruga no asomará en el espejo hasta dentro de 40 años. Esa es la tendencia.
Lo feo también da lugar a extraer consecuencias de una primera impresión. Lo llaman ‘efecto Horn’ y atribuye un juicio negativo sobre una persona sin conocerla realmente, a menudo por su aspecto. Que se mueran los feos, repetían Los Sirex. La canción les concedía, al menos, «un arte especial para las conquistas». Ni el rock and roll ha sido generoso con ellos.