«Treballar, persistir, esperar». La máxima es tan incompatible con el adn valenciano que produce sonrojo recordar que la escribió un homenot del siglo XX como Nicolau Primitiu. La sociedad valenciana, también en cuestiones futbolísticas, está llena de proyectos a medio construir. No somos de esperar. Somos combustible para fallas. Así que, más que a sonoridades mediterráneas, la vieja divisa parece pensada para apellidos que acaben en Unamuno o Maeztu. En cualquier caso, para sociedades menos líquidas que la nuestra. Para el Athletic Club, por poner un ejemplo.
La Copa del Athletic reconcilia con ese mundo de ayer que se escapa entre los dedos. Conviene no obsesionarse con las verdades absolutas. El mundo está lleno de convencidos y son peligrosos. Pero el fútbol todavía puede seguir siendo el territorio de las esencias inquebrantables, y cuando llega el domingo hasta nos exigimos el fanatismo. Por eso celebramos la victoria de Valverde y Nico Williams. Esta es la Copa de la fe.
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1984. Desde la última Copa del Athletic han pasado muchas cosas. San Mamés ha visto ganar títulos al Mallorca o al Deportivo de la Coruña y disputar finales al Getafe y al Recreativo de Huelva. El club de Iribar ha sido tuteado por el Eibar y el Alavés en la campiña vasca, y ha visto a la Real Sociedad rozar con los dedos una Liga asumiendo con naturalidad la convivencia entre nativos y extranjeros. El busto de Pichichi ha visto pasar hordas de delanteros yugoslavos; y al Madrid y al Barça, en cuya mesa se sentó en otra vida, acumular trofeos y balones de oro.
Bilbao ha visto, también, colapsar la Unión Soviética, emerger la Unión Europea y triunfar la globalización del capitalismo. Al viejo mundo de certezas del Athletic Club lo atropelló la ley Bosman, el maná de las televisiones y los fondos de inversión radicados a miles de kilómetros de Lezama. Hemos visto, en definitiva, cómo el Athletic Club seguía siendo el club más inglés de la Liga, mientras se convertía, al mismo tiempo, en más inglés que la propia Premier League.
Han pasado muchas cosas, pero en San Mamés escogieron el título de los principios: la única empresa del mundo que antepone la comunidad a los resultados. Una filosofía casi integrista en esta era de identidades globales y mestizas. Con sus crisis de fe, como es lógico cuando el mundo cambia, y te preguntas si eres tú quien se equivoca al no cambiar de opinión. Pero sin sucumbir cuando el ritmo de los tiempos invitaba a desistir. El mérito, en realidad, no está en tomar una decisión, sino en ser consecuente con ella.
No se me ocurre mejor espejo para la travesía que afrontamos en Orriols que la convicción en una idea que pregona el Athletic. Irónicamente, la noche en la que los vascos nos tumbaron al borde de nuestra final fue el último momento de felicidad. Han pasado tres años de crueldad y desencanto. Pero después de estas últimas semanas, el estadio irradia esperanza, aunque sea simplemente porque hemos escogido la ilusión.
No se trata de ser como el Athletic, a estas alturas. Se trata de buscar el éxito sin cambiar de plan cada 15 minutos. El reto del Levante es encontrar una idea, nuestra idea. El Levante de Danvila, como hizo el primer Levante de Quico, tiene que encontrar su libro y debemos aferrarnos a él. Prudencia, ambición y responsabilidad. Hay bases más sólidas que nunca. De aquel primer hundimiento, el de 2008, quedó una parroquia de 3.000 socios. Hoy contamos con una asistencia media de 13.000 seguidores, generaciones renovadas y una saludable cultura de club que se convierte en exigencia. Hay una grada dispuesta a «treballar, persistir, esperar». Con un proyecto en el que depositar la esperanza, esta travesía, como la que acabó en Chapín, no durará 40 años.
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