Tuvo que pasar casi medio siglo desde su muerte para que los biógrafos y comentaristas de la vida de Federico García Lorca se hicieran eco de su condición de gay, una característica que la propia familia del poeta se empeñó en mantener en secreto. De hecho, como ha señalado el historiador Ian Gibson, hasta mediados de la década de los ochenta «ningún crítico o lorquista español estaba dispuesto a decir públicamente que Lorca era gay y que incumbía tener en cuenta tal circunstancia a la hora de analizar su vida, su obra y su muerte«, porque si lo hacían “se les cerraba probablemente el acceso al archivo del poeta. Hay numerosos testimonios acerca de la imposibilidad de suscitar con Francisco e Isabel García Lorca la cuestión de la homosexualidad de su hermano». El tema era tabú. De hecho, fue el hispano-irlandés quien, pese a todas las cortapisas familiares, acabó aludiendo al asunto en su primera biografía y trató el tema con naturalidad, dedicándole incluso en 2010 una obra monográfica titulada Lorca y el mundo gay.
De todo ello se habla en ‘Los novios de Federico’ (Cántico), un nuevo ensayo que, además de abordar la sexualidad del poeta y dramaturgo, indaga en la evolución ideológica, política y sentimental que, tras la muerte de Lorca, siguieron sus principales amantes. «Nos llamó poderosamente la atención constatar que en casi todos los casos se percibe un camino lleno de contradicciones y de paradojas que, sin duda, hubieran sorprendido, acaso defraudado al poeta… si él mismo, de haber sobrevivido, no hubiera evolucionado en sus propias convicciones y actitudes. Hipótesis que, a la vista de lo ocurrido con tantas personas como consecuencia de la terrible guerra civil, de 1936-1939, no habría por qué descartar a priori», comenta en el libro su autor, el historiador y periodista barcelonés Pablo-Ignacio de Dalmases.
Es fácil comprender que en la época de Lorca era muy difícil ser homosexual, y que asumir plenamente su condición de tal, en una sociedad intolerante, fue para él una lucha cotidiana nunca del todo resuelta. Aunque un amigo de la adolescencia, José María García Carillo, le comentó al escritor Agustín Penón en la década de los años cincuenta que el granadino “no era en absoluto ambivalente en cuanto a su homosexualidad, la cual no parecía causarle el más mínimo sentimiento de culpa. Dice que Federico se jactaba de haber amado a los chicos desde su infancia. Con él, por lo menos, siempre hablaba abiertamente de su amor a los hombres y le contaba cientos de anécdotas al respecto”. Este colega también aseguró, o eso contó al menos Penon, que el autor de ‘Bodas de sangre’ tenía “un temperamento muy ardiente”, y que en aquellos años de pubertad le decía “que necesitaba del sexo dos o tres veces al día, que sin él estaba inquieto y nervioso, que le faltaba serenidad para escribir”.
Relación con Dalí
Cuando fue perdiendo la timidez del adolescente, el poeta desarrolló una especial habilidad para atrapar a los jóvenes que le gustaban. Tras obtener plaza en la Residencia de Estudiantes de Madrid, ciudad que abrió sus horizontes en todos los órdenes de la vida, Lorca se soltó bastante la melena por su percepción de encontrarse en uno de los espacios más progresistas de la época. Allí coincidió con los otros autores de la Generación del 27, hizo buenas migas con Luis Buñuel y quedó fascinado por la personalidad, el físico y el talento de un joven catalán de singular porte llamado Salvador Dalí. El epistolario entre el poeta y el pintor surrealista demuestra que el primero trató de seducir con la palabra a un Dalí que, para intentar estar a su altura intelectual, desplegó todo su ingenio y sentido del humor. Según contó luego el catalán, Lorca trató en dos ocasiones de “sodomizarle”, pero no llegó a ocurrir nada porque él no era gay y, además, “le dolía” —lo del dolor invita a pensar que Dalí había consentido que Lorca le intentara penetrar—.
Las cartas que Luis Buñuel envió en esa época a José Bello demuestran que el cineasta en ciernes se llegó a ver dominado por los celos que le provocaba la intensa relación entre sus buenos amigos Dalí y Lorca. “Macho alfa, como se diría ahora, deportista, frecuentador de burdeles, el futuro cineasta declaraba que ‘con los maricones nunca se pisa terreno firme’”, apunta el autor de Los novios de Federico. De hecho, se dice que su homofobia encubría un secreto temor a ser gay él mismo. “El homofóbico Buñuel, cuyo hermano, el artista Alfonso, era gay, desató un feroz ataque contra la supuesta relación homosexual entre Dalí y García Lorca y contra la estética de éste”, escribió Shirley Mangini. “García Lorca siguió entrando y saliendo de la Residencia hasta 1928, pero no volvió a tener contacto alguno con Buñuel, que en aquel entonces había conseguido atraer a Dalí a París para que trabajara con él en su primera película”.
De todos los hombres con los que Lorca mantuvo una relación más o menos estable, la más profunda fue seguramente la que protagonizó con Emilio Aladrén, un escultor, bastante más joven que él, que antes había sido amante de la pintora Maruja Mallo. El escritor Luis Antonio de Villena comentó en su día que Aladrén pertenecía a esa clase de muchachos guapos que, “aunque básicamente heterosexuales, no dudan, en alas de la seducción y del agasajo, de utilizar ocasionalmente su bisexualidad”. De Dalmases añade en su ensayo que la relación sentimental entre dramaturgo y escultor trascendió mucho más allá de los ambientes a que ambos estaban ligados: “Este es el buen mozo del que Federico, cuando apareció el ‘Romancero gitano’ en 1928 con dieciocho romances, uno de los cuales, ‘El emplazado’, dedicado a Aladrén, estaba, según Gibson, ‘muerto de amor’. Sin embargo, todo hace pensar que el veleidoso e interesado escultor ya andaba para entonces tonteando con una mujer extranjera, lo que dio motivo a que Lorca expresase su desengaño en cartas a varios amigos”.
Murió sin encontrar el amor profundo
La última ilusión amorosa de Lorca fue un adolescente actor del ‘Club Anfistora’ que respondía al nombre de Juan Ramírez de Lucas. Aquel adolescente de Albacete pertenecía a una buena familia, compaginó durante un tiempo sus estudios de Administración Pública con su vocación artística y volvió loco al poeta, quien le prometió que lo haría un gran actor y lo llevaría al extranjero a todos los teatros. Su hermano, Jesús Martínez de Lucas, dijo que la primera vez que Juan vio a Lorca no le llamó la atención, que le pareció “bajito, un poco gordo y cabezón”, pero que después “le atrajo el magnetismo que tenía Lorca”. Desde luego no fue el único que cayó rendido ante la vitalidad, la arrolladora simpatía y el encanto personal de Lorca, que también se cameló a un estudiante de Ingeniería de Minas, llamado Rafael Rodríguez Rapún, que se convirtió en secretario de La Barraca, el famoso grupo de teatro universitario con el que Lorca se fue por los pueblos de España, durante la primera mitad de los años treinta, a representar obras del Siglo de Oro para gente que no lo había visto nunca.
Por desgracia, Lorca no llegó a conocer el profundo y correspondido amor que buscaba, pues los fascistas acabaron con su vida, a la edad de 38 años, durante las primeras semanas de la guerra civil. A pesar de que el régimen franquista nunca reconoció su implicación en el crimen, y que el dictador llegó incluso a afirmar a la prensa que el poeta «murió mezclado con los revoltosos; son los accidentes naturales de la guerra», existen documentos policiales que prueban que fue asesinado por ser hombre de izquierdas y homosexual. «La hostilidad que ya suscitaba Lorca entre los granadinos de derechas era palpable: por su condición de gay, por ser escritor en plena ascensión triunfal, por ganar dinero, por ser crítico con la España tradicionalista», resumió en su día Gibson.
Itinerario ideológico de sus amantes
Resulta llamativo el itinerario ideológico que siguió cada uno de los amantes de Lorca tras el final de la contienda. Quizás el caso más contradictorio haya sido el de Dalí, que en sus años de juventud se manifestó como descreído, pagano y antimonárquico, pero después de la guerra cayó bajo la influencia de la propaganda falangista. «Desde su regreso a España en 1948 se manifestó progresivamente interesado por el misticismo religioso«, apunta De Dalmases, «a la par que se integró sin dificultad en el sistema franquista, que pasó por alto todas sus excentricidades a cambio de una adhesión que no tuvo empacho en manifestar hasta el último momento».
Aladrén, que abandonó a Lorca tras iniciar una relación con Eleanor Dove, se casó con ella en 1931. Después de separarse de aquella muchacha inglesa, siguió vinculado con los ambientes culturales de Falange y se ganó las habichuelas ejerciendo de escultor al servicio de próceres y personalidades del nuevo régimen. En 1938, según el testimonio del autor Ángel Llorente Hernández, recibió el encargo «de hacer una estatua ecuestre del generalísimo, para lo cual se instaló en el monasterio de Santo Domingo de Silos… Todavía habría que esperar dos años para que se instalase en un lugar público la primera estatua ecuestre del dictador, que no sería la encargada a Emilio Aladrén, quien seguía trabajando en ella, sino otra de Fructuoso Orduna». A modo de curiosidad, el salón de plenos del Consejo Nacional del Movimiento (actual Senado) estuvo muchos años presidido por dos bustos: uno de Franco como jefe del Estado y jefe nacional del partido único, y otro del fundador de Falange Española, José Antonio Primo de Rivera —este último, obra de Aladrén—.
En esta especie de caleidoscopio de relaciones mutantes encontramos el excepcional caso de Rodríguez Rapún, el único de los amantes de Lorca que aparentemente permaneció fiel a su identidad socialista y republicana tras el estallido de la Guerra Civil. Gibson señaló en uno de sus libros que Rapún, una vez convencido de que habían asesinado a Federico, «se alistó en el ejército republicano y un día, diciendo que no quería seguir viviendo, saltó de la trinchera donde estaba y se dejó abatir por una ráfaga de ametralladora. Rivas Cherif no tuvo la posibilidad de comprobar la veracidad de lo que le habían contado. Reconocía que quizá se trataba de una leyenda. Pero no se trataba de ninguna leyenda». Según sus fuentes, el madrileño estaba al mando de su batería cuando fue sorprendido por un ataque aéreo en el municipio cántabro de Bárcena de Pie de Concha. En vez de echarse al suelo, permaneció sentado en el parapeto y una bomba le hirió de gravedad, lo que poco más tarde le llevó a fallecer en el hospital militar de Santander.
Algo más apacible fue la existencia del último amigo con derecho del poeta, Juan Ramírez de Lucas. Tras formarse como periodista a mediados de los años cuarenta, se especializó en información cultural. Desde ese momento pasó por la redacción de El Español (1960-1965), ejerció como crítico de arte y redactor jefe de la revista Arquitectura (1961-1975) y colaboró con medios como ABC, Ya, Arriba, Pueblo, La Estafeta Literaria, o Blanco y Negro. Varios años después de su fallecimiento, que se produjo en 2010, su hermano Jesús aseguró que Juan demostró «una honestidad y generosidad supinas en su relación con Lorca, al que amó hasta el final de sus días», y que «hizo unas memorias, manuscritas» detrás de las cuales han estado «periodistas, escritores y autores teatrales». Lo que no llegó a explicar fue la militancia falangista ni la participación en la División Azul de «aquel rubio de Albacete» que conquistó a Lorca, fundador de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética.