Aunque probablemente suponga traicionar el agravio de esa complicidad que los años –cuando no la edad– han considerado llamar confidencia, debo admitir que conocí al profesor y escritor José Siles González en las más extrañas circunstancias. Vecinos de caseta durante una pesada y veraniega tarde de Feria del Libro, (ese torpe invento elucubrado para ganarle unas pocas migajas a la página impresa), todavía recuerdo cómo el rechazo a una joven y ponderosa vanidad nos fue haciendo cómplices frente a un empalagoso y sudado horizonte vespertino. Si primero fue el saludo pródigo y cortés, (nadie negará que un sombrero de jipijapa ayuda a generar confianza), pronto encontramos una trinchera común en nuestra simétrica admiración por la obra de Enrique Cerdán Tato, a quien (según sus propias palabras) había tenido la suerte de tratar gracias a la concesión del Premio Ciudad de Villajoyosa por El hermeneuta insepulto (1993).