En mi perfil de Twitter tengo escrito «veterano periodista y nuevo agricultor». Son pocos los que creen que es cierto, la mayoría piensan que se trata de algún tipo de juego conceptual, algo así como que quiero decir que con la edad he pasado de escribir a labrar las palabras. Pero no, desde hace casi cinco años manejo más el volante del tractor que las teclas del ordenador.
A los agricultores les/nos sobran motivos para la queja. Son tantos y tan variados que quienes han decidido que éste era el mejor momento para sacarnos a la calle, tenían la seguridad de que íbamos a responder. Las fechas escogidas no son una casualidad, a cinco meses de las elecciones al Parlamento Europeo y cuando el trabajo en el campo, siempre excesivo, no tiene especiales urgencias. Digo quienes han decidido sacarnos, porque hasta hace muy poco tiempo ningún agricultor sabía que esto iba ocurrir. Ha sucedido de una forma tan rápida, tan global y tan perfectamente efectiva que a un íbero como yo le resulta cuando menos sospechosa.
La inmensa mayoría de los campesinos salimos a las carreteras al primer toque de corneta, convencidos de que algo había que hacer, no podemos seguir vendiendo por debajo del precio del coste de producción (el único negocio del mundo en el que esto ocurre), agobiados por una burocracia a la que tenemos que dedicar muchas veces más tiempo que al propio trabajo en el campo, angustiados porque cada vez tenemos menos herramientas para mantener nuestra producción y profundamente cabreados por la competencia desleal de los productos que llegan de terceros países.
Hay una famosa escena de la película ‘Golfus de Roma’ en la que el protagonista, Buster Keaton, regresa a su casa después de un largo viaje y al abrir la puerta se encuentra con que alguien (es su hijo pero él no lo sabe) ha montado una gran orgía. Keaton, lejos de incomodarse con la situación, mira al cielo con los brazos abiertos y dirigiéndose a los dioses dice: «¡Gracias al que me haya organizado esto!». Estoy seguro de que con las marchas de agricultores, algunas encabezadas por la extrema derecha, otras por los sindicatos y las más por plataformas con muy buena voluntad pero poca experiencia, los amos de las grandes distribuidoras y productoras de alimentos, los fondos de inversión y las multinacionales de productos químicos habrán repetido la misma escena de la película.
Nos sobran razones para la queja, pero nos estamos equivocando de enemigos y no estamos sabiendo transmitir a la sociedad que estas protestas deberían ser también las suyas. Si se permite la entrada de alimentos sin las mismas garantías sanitarias y medioambientales que, con toda la razón, nos exigen a nosotros todos salimos perjudicados. A nosotros nos conducen a la ruina económica, porque no nos permite competir en igualdad de condiciones, pero a los consumidores los condenan a una alimentación insana y al planeta a un mayor deterioro medioambiental.
Con la normalización de la venta por debajo del precio de coste de producción, la mayoría de los pequeños y medianos agricultores desapareceremos en la próxima década. Todas las tierras, las únicas cultivables que quedan en el planeta, estarán en manos de grandes propietarios y gigantescas corporaciones. Cuando eso ocurra, y está sucediendo a una velocidad mayor que el propio cambio climático, los consumidores, todos nosotros, nos alimentaremos con productos menos sanos, menos variados y muchísimo más caros. Manuel Pimentel, gran conocedor del mundo agrario, ex ministro en el gobierno de Aznar y nada sospechoso de ser un peligroso comunista, decía en una reciente entrevista que cuando la alimentación esté en manos de muy pocos, la cesta de la compra pasará, para una familia de cuatro miembros, de los 150 euros actuales a los 400 o 500 euros.
En ese escenario, más que posible, poca gente tendrá acceso a una alimentación sana y variada. El método que están empleando para conseguir su objetivo es el mismo que han utilizado a lo largo de la historia para apropiarse de otros sectores. Es exactamente lo que ha ocurrido con el negocio de la vivienda, primero lo hunden, compran barato y lo ponen a precios que empobrecen a la mayoría al mismo ritmo que a ellos los hacen multimillonarios.
Mientras no se pase la moda de comer, la agricultura es el negocio más rentable del mundo. Los clientes no dejan de crecer, 2.000 millones de personas más dentro de 20 años y las tierras de cultivo, a falta de que encontremos otro planeta donde plantar, lejos de aumentar decrecen por culpa del cambio climático. De ahí el enorme interés de los fondos de inversión en acaparar tierras.
Las próximas marchas no deberían ser sólo de agricultores, debemos ir de la mano de toda la sociedad y muy especialmente de las organizaciones de consumidores y de los científicos. A favor de una mayor productividad y rentabilidad, pero cuidando al máximo la salud de todos y ese todos incluye, por supuesto, al planeta Tierra.
Cada vez son más los agricultores que se suman con enorme ilusión a esta forma de entender que ese es el único camino posible. En las comarcas tarragoninas de la Ribera d’Ebre, de la Terra Alta y del Priorat la semana pasada se decidió casi por unanimidad seguir por esa vía. Pocos días después en la comarca barcelonina de Osona, en otra asamblea similar, se tomó la misma decisión con idéntico apoyo. En Euskadi, Galicia y Aragón estos movimientos comienzan a crecer. Hemos de cambiar el pesimismo que destila el lema «Nuestro fin será vuestra hambre», por el de «Nuestra existencia, vuestro bienestar». Hay esperanza.