No acabó la carrera de aparejador, trabajó como decorador y maestro de obras al frente de varias cuadrillas. Se metió de funcionario en el ramo del empleo. Ahí estuvo 45 años. En el INEM. Pero también es y sigue siendo fotógrafo, profesor, pintor, poeta y dirige la asociación Escritores de Luces de la Universidad de Alicante. Es un ladrón de instantes, siempre en blanco y negro.

Javier Serrano Sánchez, alcalaíno de la provincia de Cádiz (Alcalá de los Gazules, 1948). Es el menor de ocho hermanos, cinco mujeres y tres hombres. Desde pequeño siempre tuvo una vieja cámara de fuelle entre sus manos para retratar juegos y estancias de la infancia. A los cuatro años quedó huérfano. Su padre, Francisco, médico de un pueblo enclavado en el parque natural de Los Alcornocales, falleció a edad temprana: a los 42 años. Javier sólo había disfrutado de él cuatro estíos.

La viuda, Antonia, nacida en la localidad de Jimena de la Frontera, no tuvo más remedio que establecerse con su tropa en Cádiz. Javier aprendió a leer, a escribir y a poco más en al colegio público El Pizarrín hasta los ochos años. Como sus dos hermanos algo mayores acabó en un internado, becados por el Colegio de Médicos de Cádiz: de aquellas ayudas estaban alejadas las chicas. Los hermanos Serrano fueron a parar a un centro en la localidad de Bonanza, próxima a Sanlúcar de Barrameda, regido por los hermanos Maristas. Las cinco chicas seguían en Cádiz, con su madre, y aprendieron de las hermanas de la Caridad.

Lo chavales internos poco tiempo disfrutaron de la casa familiar: dos semanas en Navidad, cinco días en Semana Santa y dos meses de verano. Su tío Guillermo, también galeno, murió asesinado en tiempos de hambre y miseria, cuando montado a hombros de una yegua se disponía a atender a un enfermo en un cortijo de la sierra. Javier dice que no era buen estudiante, sí pillín. Tras su periplo con los Maristas, estudió Preu en un instituto gaditano. Salió airoso con destino a la Escuela de Aparejadores de Sevilla. Acampó en un colegio mayor custodiado por curas en el barrio de Los Remedios. Demasiadas juergas y poco estudio y menos cartabón para una carrera técnica cargada de cálculos y ladrillos por ver. Javier emigró a Granada con la mochila cargada de pocas ganas para finalizar sus estudios. Ahí fue líder estudiantil. Estamos en 1968, a orillas del Guadalquivir, no en las del río Sena, en París: protestas espontáneas de grupos estudiantiles contrarios a la sociedad de consumo, el capitalismo, el imperialismo, el autoritarismo, y que en general desautorizaban las organizaciones políticas y sociales de la época, como los partidos políticos, el gobierno, los sindicatos o la propia universidad. 

Huelga general con Franco presente. No acabó la carrera. Pero conoció muchos amaneceres en Sierra Nevada. Y todos los tablaos del Albaicín y el Sacromonte, y demás callejuelas de fiesta. Se acomodó en una casa frente a la Alhambra, a espaldas de Sierra Nevada. Allí vivió y disfrutó durante años Fernando Vílchez, un intelectual de la época amigo de Federico García Lorca y Manuel de Falla, entre otros, como Óscar Esplá, Juan Ramón Jiménez o el torero Ignacio Sánchez Mejías. Javier siempre ha tenido un diablillo interno: el arte. Hizo bocetos del Patio de los Leones, pero asistió a más conciertos y a muchas fiestas y saraos.

Acabó en Madrid. Tenía 22 años y poco oficio. Se matriculó en una academia para aprender algo de publicidad y decoración. Al tiempo, encontró empleo en un estudio de arquitectura. Trabajó como encargado de obra y dando pinceladas a locales comerciales. Avispado como un ratón colorado, tuvo a su cargo hasta cuatro decenas de trabajadores, entre reformas de viviendas o montando expositores en ferias comerciales. Pero no era lo suyo. Montado en Seat 127 llegó a los Pirineos. Sintió nostalgia por La Alpujarra, una región llena de valles y barrancos. Compró una casa en Capileira por 50.000 pesetas, el último pueblo de Sierra Nevada. Su hermano Guillermo, ingeniero de caminos, se quedó con la mitad de la propiedad. En el pueblo las mujeres no entraban al bar.

Hizo el servicio militar a los 28 años, con las prórrogas agotadas, en Melilla, en un laberinto de religiones y sueños. Ahí tuvo que diseñar con cartones un improvisado escenario para celebrar la fiesta de la patrona de las cosas de intendencia. Pero faltaron cantantes y cómicos. Así que Javier se subió al escenario para contar chistes y un espectáculo ocurrente con dos globos. Acabó de secretario del capitán por su destreza ante el riesgo.

De nuevo a la Alpujarra. Se presentó a una plaza de técnico de empleo en unas oposiciones del Estado. Aprobó. El 5 de enero de 1977 fue destinado a la oficina del Instituto Nacional de Empleo en Dénia. Antes pasó por la dirección provincial, dirigida entonces por Enrique Soriano Pescador: se presentó ante el jefe con traje y corbata, pero con abundante pelo en cabeza y larga barba. Tras cinco años fue a parar a un despacho del ramo en La Vila.

Diez anualidades después, Javier fue nombrado director de la oficina de empleo de Alicante, para asistir a muchos parados con escaso personal. Se compró la primera agenda. Parece que había lío. Ahí, entre e lNEM y el SERVEF, estuvo y siguió hasta 2013. Se jubiló. Sus compañeros le regalaron su primera cámara fotográfica digital en la despedida de burocracia y demasiados trámites. En tiempo de trabajo se licenció en Geografía e Historia por la Universidad de Alicante.

Este es algo así como el retrato profesional o de vivencias de Javier Serrano Sánchez. Pero en su baúl guarda un arsenal de fotografías, de pintura, de flamenco, de poesía. Y muchos recuerdos. Atraído por los «quejíos» y por la alegría y tiempos de silencio, quebrada la voz en el cante jondo, dirige con entusiasmo el Festival Flamenco Mediterráneo en Alicante y Murcia.

Ha escrito poemas destinados a alguna parte. Casi siempre en voz baja y de viaje concreto. La pintura le atrajo desde chiquitín, pero sólo en su escala de grises, entre el blanco y el negro. Huye del color. En la fotografía le ocurre lo mismo: siempre sus trabajos son monocromáticos en una realidad de «luces escritas y por escribir». Preside desde 2002 el colectivo Escritores de Luces de la Universidad de Alicante, una asociación donde tanto universitarios, como no, tienen su espacio para aprender algo de fotografía. «El color no existe», asegura Javier. «Cuando escribo con las luces, todo para mí se convierte en blanco y negro, todo químico y un cuarto oscuro repleto de luces rojas».

Ha obtenido por sus fotos reconocimientos nacionales. Y ha expuesto en casi toda España. Da clases a mayores y menores para trasmitir otras sensaciones a la hora de apretar el disparador.

Sigue en la brecha con el «click».

Es un ladrón de instantes que ahora anda liado la edición de fotolibros.