Durante la fiesta de la Epifanía, en la catedral de Managua, el cardenal Leopoldo Brenes ordenó nueve sacerdotes. La noticia tiene un sabor especial si pensamos que se produce mientras arrecia una auténtica cacería del régimen de Daniel Ortega contra la Iglesia en Nicaragua, consciente de que es el último sujeto social en pie que supone un obstáculo real para su pretensión totalitaria. Con las estadísticas en la mano, no es tremendismo afirmar que alguno de los jóvenes ordenados el pasado sábado acabará en prisión o en el exilio. De hecho, durante el tiempo de Navidad se han multiplicado las detenciones de sacerdotes a lo largo del país, y también ha sido detenido el obispo de Siuna, Isidoro Mora, de cuyo paradero y situación no hay noticias. Así se las gasta la dictadura.

El auxiliar de Managua, Silvio Báez, acaba de decir desde su exilio forzoso en Los Ángeles que la obsesión de Ortega contra la Iglesia “muestra no sólo el afán de instaurar un poder dinástico injusto y violento, sino también el miedo y la debilidad de un sistema anacrónico e inhumano ante la fuerza de la verdad y del amor”. Báez, una de las figuras más odiadas por el régimen sandinista, ha pedido a los católicos del mundo entero que vuelvan los ojos hacia Nicaragua y alcen su voz en favor de esa Iglesia perseguida, y a las instituciones internacionales que sean eficaces para proteger a un pueblo oprimido por una dictadura cuya única ley es la ambición desmedida, la irracionalidad, la venganza y el odio.

La clave de todo este drama es que la Iglesia sigue viviendo en las familias, en los barrios, en las parroquias, y sigue tejiendo la vida de un pueblo. Eso es lo que refleja la ordenación de nueve sacerdotes en Managua, a los que no les esperan precisamente fama ni honores. Supongo que Ortega y su pareja, Murillo, aún más desatada que su consorte, deben desesperarse: “no dejamos de pegarles y ellos siguen, ¿hay quien lo entienda?”