Navidad está a las puertas. Es un hecho que esta fiesta va perdiendo su genuino sentido cristiano en una sociedad marcada por el bienestar material, el consumo y la indiferencia religiosa. Todo parece invitar a las compras, a las comidas, a la diversión y las vacaciones. Se olvida la razón de fundamental de la fiesta y de la alegría navideña.
En Navidad –no lo olvidemos– celebramos el nacimiento de Jesús, el Mesías, en nuestra carne hace más de dos mil años. Dios entra en nuestra historia, se hace uno de los nuestros y viene a nuestro encuentro, porque nos ama a cada uno sin medida y quiere darnos su amor y su vida, que sana, salva y da esperanza.
Este tercer domingo de Adviento nos exhorta a la alegría con palabras del apóstol san Pablo: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos» (Flp 4, 4). El motivo para alegrarse es que «el Señor está cerca» (Flp 4, 5). La cercanía de Dios no es una cuestión de espacio y de tiempo, sino más bien una cuestión de amor: por amor se acerca Dios al hombre.
La Palabra de Dios
El Adviento nos invita a prepararnos para la celebración de la venida del Señor. Este tiempo nos llama a volver nuestra mirada a Dios, que viene a nosotros, para que nos dejemos amar por Él. Es un tiempo que nos exhorta a una lectura y escucha más frecuente de la Palabra de Dios, a una oración más intensa, a una celebración asidua de los sacramentos y a una caridad más fuerte con los pobres y necesitados. Es la mejor forma de preparar la Navidad. De una preparación así depende también que podamos celebrar con gozo este acontecimiento fundamental para cada uno de nosotros, para toda la humanidad y para la historia entera: Dios viene a nosotros en su Hijo en Belén, y nos ofrece su amor, su vida y su salvación.
Un modo muy concreto de preparar y celebrar la Navidad es poner en nuestras casas el belén. Deberíamos montarlo en familia con nuestros niños.
Obispo de Segorbe–Castellón