Contragolpeó González la tesis de Sánchez, formulada ante la pregunta crucial de Alsina «¿por qué presidente nos ha mentido tanto?» de que él no mentía, sino que cambiaba de opinión ante circunstancias diferentes, parafraseando el refranero: «cambiar de opinión es de sabios, hacerlo cada día, es de necios». Fue un golpe duro, propio de un polemista avezado. Pero apenas rozó a Pedro Sánchez, que, de ignorante no tiene nada, por mucho que tenga muy pocas lecturas, si es que tiene alguna. Sánchez, simplemente, no tiene opiniones sobre nada. O lo que es lo mismo, de tenerlas, no les concede ninguna virtualidad porque para él no son un instrumento para desentrañar el mundo sino para alcanzar y mantener el poder. En la medida que le sirven o no para ese objetivo las adopta o las desecha. Sánchez es la versión posmodernista de Ulrich, el hombre sin atributos de la novela de Robert Musil embarcado en la Acción Paralela en la Kakania del imperio austrohúngaro; los posee, pero carece de ellos en la medida que no los utiliza. Sánchez sería el hombre sin opiniones porque, de tenerlas, no las utiliza; las que emplea no es que sean suyas, son las necesarias para alcanzar su único objetivo: el poder. Para desarrollar su incoherente estrategia o para dar sentido a sus caóticas tácticas necesita reescribir continuamente el pasado, la historia, exactamente como el Gran hermano del 1984 de Orwell, el más brillante profeta del tiempo en que vivimos. Para ello necesita poner en práctica la sentencia de su Bautista, Zapatero, «las palabras tienen que estar al servicio de la política», es decir, manipular el lenguaje para que el significado de las palabras sea el que ordena él, el poder (Humpty Dumpty).