En un país donde la estabilidad política se ha vuelto imposible (desde 2015 se han celebrado en España 19 procesos electorales, entre legislativas, autonómicas y municipales), Galicia acude hoy a las urnas. Y lo hace en medio de una gran incertidumbre respecto a los resultados, lo que también desde 2015 se ha convertido en una constante. La dinámica de bloques instalada en la política española ha provocado una intensa polarización, pero también ha hecho que, a despecho de encuestas, cada comicio esté abierto a la sorpresa. Cuando la primacía no se decide entre dos grandes partidos, sino entre dos grandes bloques, las posibilidades de cambio se multiplican. El momento de efervescencia de los nacionalismos periféricos, de un lado, y el renacido nacionalismo español, del otro, no ha hecho sino solidificar esa división en bloques, que ya no se mueven solo en el eje tradicional derecha e izquierda (Junts y el PNV forman parte de la mayoría que mantiene a Pedro Sánchez en La Moncloa), pero tampoco se definen por el enfrentamiento entre los de arriba y los de abajo, como pregonaba el extinto Pablo Iglesias. Todo es mucho más complejo. En todo caso, ya no se trata nunca en unas elecciones de ganar a la opción rival, sino de impedir a toda costa que ésta gobierne. Parece lo mismo, pero no lo es.
La mayoría de las encuestas publicadas coinciden en pronosticar una merma de escaños del PP, que dispone ahora de 42 diputados, un crecimiento del BNG y una caída de los socialistas, que no salen de la tercera plaza a la que descendieron en 2016. En un sistema electoral menos duro que el valenciano, pero que aún así pone el listón para entrar en el Parlamento muy alto (5% de los votos de una provincia), otras fuerzas (Sumar, Podemos, Vox) tienen muy difícil lograr representación. Sólo Democracia Ourensana acaricia la posibilidad, remota pero real, de obtener un diputado que, de ser elegido, podría acabar siendo decisivo. Sus líderes, ojo al dato, han declarado textualmente estar dispuestos a pactar “con el diablo”. Si llega el caso, habrá que ver a quién le ven la capa y el rabo.
Esos mismos sondeos también señalan que el PP conserva notables posibilidades, aun reduciendo su representación, de mantener la mayoría absoluta, fijada en 38 diputados. Pero, aunque sea menos probable, cabe que el PP no llegue a esos 38 escaños y la suma de BNG y los socialistas dé para investir a la líder nacionalista, Ana Pontón, como nueva presidenta gallega. Los efectos de ese seísmo, que haría que por primera vez las tres comunidades históricas (Cataluña, País Vasco y Galicia) estuvieran gobernadas por nacionalistas con el auxilio, directo o indirecto pero efectivo en todos los casos, del PSOE, son difíciles de predecir. Pero sin duda volverían a cambiarlo todo. Vayamos por partes:
1. Pase lo que pase, estas elecciones ratificarán el cainismo que convierte a la izquierda extramuros del PSOE en cada vez más irrelevante, tanto a la hora de posibles alianzas como para sus propios votantes. Decíamos antes que en España, elección a elección, no se trata tanto de ganar como de que el otro no gobierne. En el caso de Sumar y Podemos, no compiten por ganarle a la derecha sino por exterminar al mayor número de camaradas posible, en la más pura tradición estalinista. La guerra civil cobra mayor relevancia por el hecho de que Galicia es la tierra de Yolanda Díaz. Y arroja a los socialistas, más aún si cabe, en brazos de los nacionalistas.
En las elecciones ya no se trata de ganar a la opción rival, sino de impedir a toda costa que ésta gobierne
2. Dado que les gusta tanto recurrir a la Historia, aunque sea para manipularla a voluntad, habrá que decir que Vox es un fenómeno que se circunscribe al territorio de la antigua Corona de Castilla. Fuera de ese perímetro, existe sólo de forma muy limitada. Allá donde el PP está fuerte, la ultraderecha de Santiago Abascal flaquea. Y en Cataluña, País Vasco o Galicia su avance está muy comprometido. Eso no significa que no puedan, en un momento determinado, tener la manija. Ha pasado en Baleares o en la Comunitat Valenciana, territorios ambos con lengua y cultura propias y parte de la antigua Corona de Aragón. Pero todo indica que eso, sobre todo en Valencia, será flor de una legislatura. Galicia, si continúa sin representación, puede marcar el definitivo declive de Vox. Lo que no significa que la ultraderecha que representa no encuentre otras vías para seguir incidiendo en la política española.
3. Los socialistas están en un proceso de transformación no debatido ni aprobado en ninguno de sus congresos. Alfonso Guerra siempre se declaró jacobino. Pero el verdadero centralista ha resultado ser Pedro Sánchez. Más allá del habitual error de la izquierda española de confundir nacionalismo con progresismo por el mero hecho de que también los nacionalistas sufrieron persecución durante el franquismo (hubo curas represaliados, pero a la izquierda nunca se le ha ocurrido considerar por eso “progresista” a la Iglesia de Roma), Sánchez ha hecho una ecuación sencilla: convertir al PSOE en fuerza auxiliar de los nacionalistas en la “periferia” a cambio de que éstos lo sean de él en Madrid. ¿Acaso eso no había sido así antes? Claro: González, Aznar, Zapatero y el propio Rajoy jugaron a ese juego. Pero el PSOE, a diferencia del PP, nunca había renunciado a ser actor principal en todos y cada uno de los territorios como lo está haciendo ahora, donde en todas las comunidades la acción del partido está sólo supeditada a la cúpula de Madrid. Lo ocurrido en el PSPV, con Ferraz decidiendo su futuro, es sólo un síntoma. Más llamativo (e importante) es lo que está pasando en Cataluña. ¿Alguien sabe algo del PSC y de su líder, Salvador Illa, desaparecidos por completo del debate político justo cuando Cataluña es el alfa y omega de todo?
4. El nacionalismo está también en un continuo proceso de resignificación, ahora que está de moda el palabro. Y con ello, se reposiciona. Pontón, la líder del BNG, no ha hecho una campaña “identitaria”. No ha dicho, “vótenme, que soy gallega”. Ha dicho: “vótenme, que puedo hacer mejor las cosas y soy la única que puede cambiarlas”. Eso le amplía sobremanera el horizonte: ahora pueden votarle todos los descontentos con el PP, sean nacionalistas o no. Buen negocio.
5. Feijóo. Ay. El PP es el partido que se juega de verdad algo en las elecciones que se celebran hoy en Galicia, la tierra de la que procede el líder de los populares. Si el PP retrocede, aunque conserve el gobierno, malo. Pero si pierde la Xunta, para los populares será una catástrofe. En los últimos días, el PP gallego ha dado muestras evidentes de nerviosismo, agarrándose a clavos ardiendo como el de que el resultado del BNG no va a ser tan bueno como pronostican las encuestas porque una parte importante de su voto procede de los jóvenes y los jóvenes, como se sabe, a la hora de la verdad son los que más se abstienen. Bueno. Vale. Pero, en todo caso, no es Alfonso Rueda, ocurra lo que ocurra, el que está en cuestión. Es Feijóo. El expresidente gallego, catapultado sin demasiado convencimiento y sin equipo al escenario nacional, ha roto la campaña con sus increíblemente extemporáneas confesiones a una legión de periodistas con los que a diario convive en Madrid, pero a los que invitó a comer en Galicia para decirles, en definitiva, que él también pactaría con Puigdemont. Eso, en sí mismo, no creo que influya demasiado en el voto de los gallegos. Pero ha hecho imposible la segunda semana de campaña a Rueda, ahora que las campañas electorales vuelven a ser decisivas. Si, pese a todo, el PP mantiene la mayoría absoluta, será una buena noticia no sólo para los populares, sino para la política española en general: significará que el PP puede empezar a desprenderse del corsé de Vox y adoptar un discurso más razonable, sin miedo a perder por ello. Pero si no es así, Feijóo caerá irremisiblemente y la derecha española volverá a entrar en una crisis de la que nada bueno se puede esperar.