Joseph Conrad nació en la histórica ciudad de Berdichev, norte de Ucrania, el 3 de diciembre de 1857. Entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, el nacionalismo polaco trata por todos los medios de torcer las propensiones de asimilación cultural de Rusia. Ligados a un territorio, una lengua y ciertas congruencias entre lo que debe ser la unidad nacional y el respeto a sus políticas de legitimación, los jóvenes polacos de la segunda mitad del XIX deciden tomar el relevo, reorganizarse y elevar el tono de las políticas regionalistas oponiéndose a su reclutamiento en el ejército imperial ruso. Las guerras de guerrillas y la incansable formación de combatientes que nada tienen que hacer contra un enemigo superior resultan insuficientes para diezmar y mucho menos vencer a un ejército de cosacos que, en el último tercio del siglo XIX, cuenta con algo más de un millón de hombres establecidos de forma permanente en las estepas de lo que, actualmente, es el sur de Rusia y Ucrania.
A la Reforma emancipadora de 1861 en Rusia, le suceden otras transformaciones y proyectos que afectan a la administración judicial y a la armada. Con este escenario de fondo, mientras la clase trabajadora se moviliza para exigir mejores condiciones laborales, las minorías nacionales que acabamos de referir desean la libertad y, en consecuencia, no estar sujetos a las normas que provengan de la unión de otros territorios. Comoquiera que la agitación revolucionaria se hace inevitable, el zar Alejandro II responde con especial dureza al cargar, en primer lugar, contra las concentraciones nacionalistas de Varsovia, deportar, en un segundo episodio, a cientos de cautivos a Siberia y dar caza, finalmente, a los últimos insurgentes que sobreviven desperdigados por los distintos rincones de la Europa Oriental. La gravedad de estos hechos explica el exilio, tras el Levantamiento de enero de 1863, de los Korzeniowski, Appolonius y Evelina Bobrowski, los padres de Józef Teodor Konrad Korzeniowski, conocido por su familia polaca y sus amigos como Konrad, aunque, con el tiempo, y por la relevancia que adquirirá como novelista en lengua inglesa, Joseph Conrad.
En 1861, Apollo Korzeniowski es un escritor notable. Reconocido no sólo por su actividad empresarial, sino por las traducciones y artículos que publica en los periódicos de Varsovia. El autor de Polonia y Moscovia es durante estos años un prominente organizador de manifestaciones políticas hasta que es detenido, condenado y enviado al exilio donde él y su mujer morirán como consecuencia del frío y la tuberculosis.
En el destierro, Korzeniowski retoma su obra literaria ejerciendo, como producto de la convivencia, una fecunda influencia sobre su hijo. Tras su muerte, será, entonces, su tío, Thaddeusz Bobrowski, hermano de su madre y abogado de profesión, el que se hará cargo de su bienestar en Cracovia y, poco después, en Suiza, Marsella y en sus primeras travesías navales. Con la publicación de El negro del Narcissus, Lord Jim y El corazón de las tinieblas entre 1895 y 1902, el que será uno de los máximos exponentes del modernismo en la literatura inglesa gana ya lo suficiente para vivir de los beneficios de su pluma hasta el final de sus días, pero sin grandes lujos.
A través de su correspondencia sabemos que, más allá de la notoriedad simbólica de su obra, el autor de El espejo del mar, pasó por distintos episodios depresivos de los que su exilio en Vólogda y Chernígov a la edad de cuatro años tuvo parte de culpa. En el tiempo que duró su deportación, el joven Conrad no tuvo amigos ni juegos que compartir con otros niños por lo que tuvo que lidiar con la soledad, la tristeza y una extraña sensación de vacío que, desde entonces, llevaría con él hasta su deceso, que ocurrió en Inglaterra en 1924, hace ahora 100 años. La decisión, a los dieciséis años, de abandonar Polonia y dedicarse a la mar no fue, en ningún momento, la mejor de las noticias para su familia. Este hecho creó en él un sentido de traición doble: a los parientes que lo acogieron, lo cuidaron y le dieron todo el cariño del mundo, y a su patria, la nación por la que sus padres habían luchado hasta morir, enfermos, en el destierro.
Con este trasfondo, los suicidios de Decoud y Brierly en Nostromo y Lord Jim, respectivamente, no son ni mucho menos un asunto marginal en la ficción del escritor ucraniano, sino algo que tiene verdadero sentido en su propia vida. En 1878 y durante su estancia en Marsella, Joseph Conrad presenta una herida de bala en el pecho que, por suerte, no afecta a ningún órgano vital. En una carta que dirige a su editor, Edward Garnett, en 1896 escribe: «Sufro una de serie de depresiones que en cualquier Hospital de Salud Mental calificarían de locura». En otra misiva de 1900, esta vez, dirigida a Cunninghame Graham, el amigo explorador con el que surcaría el Índico y el Pacifico hasta alcanzar el archipiélago malayo, confiesa: «Los disgustos y el horror me rodean». En este mismo año, a Marguerite Poradowska, un familiar lejano con el que mantiene vínculos de enorme fraternidad, revela: «En ocasiones, una tristeza vaga y profunda me impide pensar con claridad; me paraliza y me quita las ganas de trabajar». La correspondencia continúa pero no es hasta 1901, en una segunda carta que dirige a su amigo marinero, cuando se refiere al abismo que tratará profundamente en El corazón de las tinieblas: «El tedio, una especie de fatiga o cansancio extremo me oprime el corazón. En ocasiones, es un vacío extremo el visitante que me trae los sabores del infierno».
En otras novelas como Una avanzada del progreso, Situación límite y Victoria, Kayerts, el capitán Whalley y Heyst, respectivamente, deciden de manera intencional acabar con sus vidas. Esta capacidad de acción-ejecución-decisión se repite con Winnie Verloc en El agente secreto, Erminia en Gaspar Ruiz, Flora De Barral en Suerte y Jorgensen en El rescate. Aún siendo muchos, no son estos los únicos casos. En otros relatos como El colono de Malata, Los idiotas y El delator, Renouard, Susan y Sevrin, en el orden dado, el suicidio es un acontecer dramático. Otros personajes como Alice Jacobus en Una sonrisa de la fortuna, Cosmo en Suspense y el propio M. George en La flecha de oro experimentan momentos de parálisis mental, impotencia y tendencias suicidas, especialmente, cuando miran de frente y en sentido estricto el taedium vitae que surge de su interior.
Las dificultades que Joseph Conrad tuvo en tratar la rivalidad de sus emociones en la novela pueden sintetizarse en El corazón de las tinieblas. En dicho relato, el narrador de la travesía hacia el corazón del continente africano, Charlie Marlowe, dibuja un descenso a los infiernos que, ante la barbarie colonizadora que algunos países como Inglaterra y Bélgica ejercen en las profundidades del río Congo, está representado por la ambición enloquecida de Kurtz. Cuando ambos personajes se encuentran después de agrandarse y mitificarse durante el proceso, Kurtz, sucumbe al horror en la medida que Marlowe examina una y otra vez su cara sobre la luna agrietada del espejo como si quisiera realmente saber quién es.