Estremece pensar que el político falangista entre 1985 y 1991 y ultraespañolista desde 2014 Javier Ortega Smith pueda algún día alcanzar la alta magistratura de ministro del Gobierno de España. Era, como se sabe, uno de los nombres barajados en Vox para ocupar la cartera de Interior en caso de haber sumado los ultras suficientes escaños con el PP para hacer presidente a Alberto Núñez Feijóo tras las legislativas de julio pasado.
Ortega Smith ha sido esta semana noticia de primera plana por el incidente protagonizado en el Ayuntamiento de Madrid, donde se encaró al concejal de Más Madrid Eduardo Fernández Rubiño. Tras una intervención en la que Ortega dijo que la concejala socialista Adriana Moscoso, cuyo padre estuvo amenazado por ETA, tenía “el síndrome de Estocolmo” por haber pactado su partido con Bildu, al pasar junto a Rubiño éste le espetó a Ortega un “¡qué asco!” que enfureció al edil ultra, quien se volvió hacia él, acercó la cabeza a la de su oponente, golpeó violentamente la mesa con los papeles que llevaba en la mano y una botella vacía de agua que había sobre ella rebotó contra el concejal Rubiño, que tuvo que escuchar de los marciales labios de Ortega un ofensivo “ahora llora”, alusión implícita a la supuesta debilidad femenina de Rubiño por su condición de homosexual y activista LGTBI. A ojos del machote Ortega, el pobre Rubiño lo tiene todo: rojo, maricón, amigo de terroristas y defensor de sarasas y machorras.
La oposición de izquierdas pidió la dimisión de Ortega, también solicitada por el propio alcalde José Luis Martínez Almeida en un gesto que le honra. “Me alegro de que [Vox] no gobierne Madrid”, llegó a decir el regidor en el último Pleno municipal del año. No sería justo restar mérito al plante democrático de Almeida ante los ultras, pero tampoco pasar por alto que el alcalde del PP tiene mayoría absoluta y no depende de Vox para gobernar. En política, los gestos de ejemplaridad ética suelen estar directamente vinculados a las exigencias de la aritmética: si para ser alcalde o presidente necesitas los votos de Abascal o de Puigdemont, tienes unos estándares éticos; en caso contrario, tienes otros.
“¿A que te mamas una hostia?”
Lo sucedido en el Ayuntamiento de Madrid es relevante porque es la primera vez que un dirigente nacional de Vox muestra con su gestualidad corporal hasta dónde sería capaz de llegar a poco que las cosas se pusieran un poco feas. Ortega no agredió a Rubiño, pero dejó claramente entrever cuánto le hubiera gustado hacerlo. Su envergadura de casi dos metros inclinada amenazadoramente hacia el adversario, la mirada encendida, la disposición corporal en estado de alerta y la musculatura facial inusualmente tensa indicaban que Ortega se moría de ganas de decirle al puto rojo: “¿A que te mamas una hostia?”. Seguramente no se la soltó porque había cámaras y testigos.
El incidente de Madrid evidencia, una vez más, que Vox es distinto a los demás partidos. También al PP, aunque a buena parte de la izquierda le parezca que son lo mismo. Con Vox ha llegado una nueva forma de hacer política. Los ultras tienen una fe ciega en sus ideas: están tan convencidos de que la izquierda quiere destruir España -no tanto la España real como la España fantástica que ellos tienen en su cabeza-, que todo vale para frenarlos. Para Vox, las concentraciones ante la sede socialista de la calle Ferraz no son un ejercicio de intimidación antidemocrática sino un deber insoslayable para con la Patria.
La bandera de la discordia
El Javier Ortega Smith que en los años veinte del siglo XXI se encara con su adversario aunque sin llegar a mayores, en los años treinta del siglo XX seguramente habría empuñado una pistola falangista para amedrentar rojos y, un siglo antes, habría fundado una partida de espadones carlistas para liquidar liberales. Los Ortega Smith vienen, pues, de lejos en nuestra historia y tienen raíces bien documentadas en nuestra tradición política. La bandera de Vox es la discordia, inspirada en la convicción de que la patria -en 2023, en 1933, en 1833- está al borde del abismo y todo está permitido para impedir que se hunda en él.
Es cierto que las encuestas auguran hoy una victoria clara del PP sobre el PSOE, pero también que Alberto Núñez Feijóo solo podría ser presidente con los votos de Vox. El mecanismo nacional de defensa que operó en las elecciones de 23 de julio para impedir la mayoría absoluta de las derechas seguramente volvería a operar en una nueva convocatoria electoral en la que se decidiera no, pongamos por caso, la composición del Parlamento europeo sino si un patriota hiperventilado como Javier Ortega Smith se sentaría en el Consejo de Ministros del Gobierno de España.