El Teatro Real apuesta fuerte con su propuesta para estas navidades programando hasta 22 funciones de un Rigoletto que no dejará indiferente a nadie, no apto para tradicionalistas, algo que se puso de manifiesto el pasado sábado 4 al terminar la función de estreno y salir a saludar el equipo escénico: hacía mucho tiempo que uno no escuchaba unos abucheos tan sonoros que corrían en paralelo a una fuerte ovación.
Nada que objetar. Un teatro de ópera debe mantener viva la llama de la sorpresa, de la actualidad e incluso de la indignación. Pasó en Venecia durante el estreno de este título en marzo de 1851 en La Fenice y ha vuelto a suceder en Madrid con la dirección escénica de Miguel del Arco (1965).
El director madrileño, uno de los mayores talentos teatrales de España, -al que ya no podemos definir como «enfant terrible» sino únicamente «terrible»- se enfrenta a su primer título operístico situando a su Rigoletto bajo el punto de vista de la violencia de genero contra las mujeres. Un tema que ya trató en Jauría, su obra de teatro escrita en 2019 a partir de una serie de transcripciones textuales de las actas del juicio a la Manada, una pieza extremadamente dura, intensa y brutal. Máxime cuando al comenzar la obra se explicaba que todo lo que se iba a escuchar en los 85 minutos que duraba fue exactamente lo que se pudo oír en el juicio.
Con este bagaje, Del Arco ve Rigoletto como una extensión de aquella Jauría y su violencia sexual y no salva ni uno de los personajes: El Duca es un depravado, nada nuevo, pero en este caso ni siquiera en los escasos momentos de su mínimo enamoramiento aflora algo de romanticismo. Rigoletto en esta producción no es el padre abnegado que se desespera por mantener a su hija lejos de las garras de los hombres, y especialmente del Duca «Meno che a tutti a lui». Para Del Arco, Rigoletto es el líder de la Manada, el que maneja a su antojo a las mujeres de la corte y que vive obsesionado por mantener secuestrada a su propia hija, una Gilda que por primera vez no es la piadosa y abnegada adolescente de misa diaria que tenemos en la cabeza sino una joven ilusionada con su vestido escotado, deseando salir a ligar pero que se ve obligada a ponerse la bata encima cuando llega su padre. Nada en este Rigoletto está en su sitio.
Para Del Arco, todo gira y se explica por esa violencia de genero que recorre la función desde el mismo arranque, incluso antes de que empiecen las primeras notas de la obertura cuando ATENCIÓN, SPOILER en plena oscuridad una joven es perseguida por el patio de butacas por dos hombres con mascaras de conejo que la dan caza en el escenario y junto a otros tres la desnudan y bajo las ordenes de Rigoletto la incorporan a la corte de mujeres «burbujas Freixenet», del palacio de Mantua, con un espectacular movimiento escénico con el telón como protagonista que le deja a uno clavado en la butaca.
Ese cuerpo de baile dorado es manejado desde lejos por el jorobado (sin joroba aunque su vestimenta sugiere un cierto desmanejamiento físico) que más que entretener a la corte con sus bromas en esta producción pareciera que la gobierna. A partir de estos primeros minutos, Del Arco le deja a uno sin aliento una y otra vez llenando continuamente el escenario de personajes y puliendo cada escena a conciencia.
Durante su concepción, el director madrileño tuvo que ser un volcán de ideas y ante la duda de cuál elegir debió pensar qué demonios, lo pongo todo! Solo así se explica que haya una escena con una única persona en el escenario, cuando Rigoletto canta su aria «Pari Siamo».
El resto de la función hay una romería constante de figurantes y junto al coro hay un cuerpo de baile con un intenso trabajo escénico. El miedo al vacío Del Arco lo soluciona llenando todo de personas, incluso cuando quizá requeriría la escena de algo más de quietud, de ausencia de «ruido visual» que permita disfrutar de la música, lo que no es el caso: Gilda canta Caro Nome rodeada de cuerpos desnudos en lo que parece una masturbación con final feliz.
El Duca interpreta Ella Mi Fu Rapita! y la cabaletta siguiente Possente Amor Mi Chiama con bailarinas yendo de acá para allá e incluso La Donna E Mobile se interpreta en medio de un páramo desolador e inhóspito por el que vagabundean un nutrido grupo de ¿prostitutas? enganchadas al fentanilo, simulando felaciones a un ritmo cada vez más frenético. Sin duda Del Arco no ha ahorrado personal pero cuida cada escena hasta el más mínimo detalle. Nada se deja al azar y cada segundo se aprovecha para contar algo desde el escenario.
Sin duda la escenografía es poderosa: desde el espectacular arranque que convierte el telón en parte del decorado, hasta una ingeniosísima solución para presentar la casa de Rigoletto o el descarnado campo del acto final. Un buen trabajo de Sven e Ivana Jonke.
Igualmente notable y de una riqueza visual enorme el vestuario de Ana Garay y una iluminación que en esta producción cobra un protagonismo especial bajo los mandos de Juan Gómez-Cornejo. Basta fijarse en cómo se utiliza la luz, o la falta de ella para resaltar cada aspecto dramático buscado por Del Arco. Sin duda habrá muchos espectadores que durante las próximas funciones saldrán enfadados del Teatro Real. Otros entusiasmados pero creo que todos recordaremos alguna escena de este debut de un director que aunque haya llegado tarde a la ópera, todo apunta a que veremos futuros -y seguramente igualmente polémicos- proyectos.
Musicalmente la noche fue apabullante. Todos los cantantes estaban en un momento vocal inmenso. Brillaron especialmente Ludovic Tézier como Rigoletto y Adela Zaharia como Gilda. Qué talentos, qué poderío, qué derroche sonoro, que maravilla escucharles cantar con esa rotundidad, con una generosidad pasmosa y un gusto sublime. Tézier cuenta con un precioso legato y una increíble forma de decir cada frase, aparte esas notas eternas, mantenidas, seguras. Zaharia fue una Gilda peculiar: poco adolescente, físicamente poderosa y una lujosísima línea vocal. Su aria fue un continuo éxtasis, con cada nota no solo gozaba ella rodeada de tanto cuerpo sino que nos hacía gozar a todos con una interpretación que uno no quería que terminase nunca. Maravillosa.
Javier Camarena es el mismo… pero ya no es lo mismo. Si uno no hubiera disfrutado tantas noches de este tenor, y le escuchase por primera vez, debería reconocer su talento y su gallardía en estas funciones. Canta bien, tiene y sostiene los agudos y la línea de canto y la voz sigue tan bonita como la recordaba. Pero está raro, canta raro y falta ya ese relámpago sonoro con que nos dejaba boquiabiertos. Es un gran tenor pero uno tiene en la memoria aquel otro Camarena que en el Teatro Real ha tenido noches inolvidables.
Dignos el grupo de comprimarios, desde una Maddalena entregada a su rol -quizá en exceso- en la voz de Marina Viotti a los correctos Simon Lim como Sparafucile (a pesar de su ininteligible dicción y sin el estremecimiento ni la garra que le dotan los bajos mediterráneos) y el Monterone de Jordan Shanahan.
El segundo reparto mantiene un nivel similar aunque brilla con luz propia Xavier Anduaga. El tenor vasco, tan joven, ya está metido en roles potentes que dota de una gallardía enorme. Su voz ahora es un chorro de luz, de color, de armónicos, continua buscando cómo normalizar algunas transiciones que quedan extrañas pero que resuelve a base de fuerza y aunque escénicamente sigue algo tímido (lo que en un Rigoletto como éste, tan carnal, se le nota algo incómodo) resuelve magníficamente bien su parte. La Gilda de Julie Fuchs es más que digna, con frases realmente bonitas pero exhibe el momento vocal por el que está pasando, no el mejor de su carrera. La voz luce algo más apagada y la zona alta vibra en exceso pero defiende su rol.
El Rigoletto de Étienne Dupuis es un derroche escénico: su interpretación es un bufón completamente distinto al de Tézier (de hecho el vestuario es completamente diferente el uno del otro, curioso. Tézier debió decir: yo esos ligeros y ese rollo cabaretero me lo ahorro) pero vocalmente es más correcto.
La orquesta bajo Nicola Luisotti suena aseada, pulcra y acompasada. No es el mejor Verdi del maestro italiano en el Teatro Real, que pareció despertar en un magnífico Cortigliani o en la vigorosa escena final, pero que adoleció de corrección en los dos dúos de Rigoletto y Sparafucile, auténticos duelos dramáticos que sonaron demasiado rutinarios, y evidentes desajustes entre escena y foso en varios momentos. Estupendo el Coro Intermezzo, como suele estar ahora bajo el mando de José Luis Basso. Y un espectacular trabajo el cuerpo de bailarinas, tan importante en esta visión de Del Arco.
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