El 5 de junio de 1669 nació en el pago de Tara un niño al que bautizaron con el nombre de Diego. Era hijo de Juan López Montañez y Ana Rodríguez, ambos naturales de Telde. Matrimonio modesto, vivía de lo que le producían unas tierras de arriendo y poco más. Cuando era un mozuelo, más que avispado, decidió buscar fortuna más allá de los límites de la Isla y, aunque tuvo que esperar unos pocos años, emigró a América, en donde ingresó en los Ejércitos de Su Católica Majestad. La destreza y pericia en el uso de las armas, así como sus dotes de mando lo hicieron ascender de simple soldado hasta el grado de capitán. Hombre emprendedor y resuelto, con el paso del tiempo, fue adquiriendo una considerable fortuna.
Nos comenta don Pedro Hernández Benítez que no le consta haya contraído nupcias, por lo que no tendría tampoco herederos forzosos. Ya en el año 1733, contaba entonces con 64 años, envía a Telde 500 pesos duros para fundar una escuela para niños en la que ha de admitir a toda viviente criatura y no se ha de cobrar cosa alguna ni a ricos ni a pobres, y ha de haber clase de estudio con toda la perfección de la gramática, después de saber leer, escribir y contar. Esta altruista acción le vale el reconocimiento de las autoridades civiles y religiosas teldenses de entonces, que desde aquel mismo instante lo nombran Benefactor de la Ciudad. En 1735 otorga testamento ante el escribano público don Bernabé de Medina, que lo era de Nueva Vera Cruz de Indias, lugar donde siempre residió el benemérito teldense. En dicho documento, entrega gran parte de sus bienes para la adquisición del oro suficiente como para dorar por entero el retablo del Altar Mayor de la Iglesia Matriz de San Juan Bautista y, con una generosidad sin límite, añade: Que de sobrar dinero, se inviertan en comprar unas colgaduras [de tafetán rojo de la mejor calidad que haya] para la capilla principal de dicho templo. Según consta en los libros de fábrica de esta parroquial teldense, este legado se cumplió en su totalidad y gracias a él se logró el esplendor actual de nuestro templo basilical.
Fue don Diego, por demás, hombre curioso, poseyendo un hermoso e interesante gabinete de estudio en donde se exponían muestras geológicas, arqueológicas, así como armas y otras curiosidades. Su bien nutrida biblioteca le permitió estar al día de cuantos adelantos científicos existían en su tiempo. Indagando en su biografía encontramos el motivo de sus desvelos por la educación infantil y es que los niños y niñas nacidos en Telde durante buena parte del siglo XVII permanecían analfabetos, ya que a pesar de los esfuerzos de los frailes del Convento de la Caridad o de Santa María de La Antigua, solo medio centenar de ellos podían recibir clases a diario.
Debemos aplaudir la decisión de don Diego de no hacer distinción alguna por motivos de sexo y sí por situación económica, no pudiendo olvidar su primigenio status social. Este teldense, afincado en América por más de 50 años debiera ser recordado como uno de los grandes hombres que, con orgullo, paseó el nombre de Telde por aquellos lares.