El otro día, en el metro, un hombre estornudó con tal ímpetu que casi descarrila el vagón. La gente se apartó con un movimiento sincronizado, como si todos compartieran una misma conciencia higiénica. Pero nadie lo juzgó. Algunos incluso le ofrecieron un pañuelo con ese gesto compasivo —quizá paternal— que reservamos para los accidentes inocentes. El pobre no tuvo más remedio que respirar. ¿Quién podría culparlo? A la intemperie, cualquiera es víctima del aire que pasa.
Lo curioso es que las enfermedades que se transmiten por el aire gozan de una especie de indulto moral. Afectan al cuerpo sin pedir permiso y sin comprometer la reputación. Uno puede toser en público, incluso con orgullo. Un resfriado es casi una medalla: prueba de que uno sigue siendo parte de una comunidad, aunque sea una comunidad bacteriana.
En cambio, hay otras enfermedades que —como recuerda el recientemente celebrado Día Mundial de la lucha contra el Sida—, más que diagnósticos médicos, parecen juicios sumarísimos. Enfermedades que no se contagian por respirar, sino por vivir; no por accidente, sino por decisión. Enfermedades que recuerdan, siempre, la sombra del placer. De estas apenas se habla en el metro. Tienen un estatuto semisecreto, como si se tratara de contrabando emocional. Y, sin embargo, ahí están, formando parte de la vida con la misma naturalidad con la que el aire entra en los pulmones.
La diferencia entre unas y otras es la vieja frontera entre la inocencia y el pecado. Respirar es obligatorio. Gozar, opcional. Y todo lo opcional es sospechoso.
De ahí surge esa máxima no escrita que gobierna nuestras conciencias: contagiarse, sí, pero como Dios manda. Que no se diga que uno ha cometido el error de enfermarse disfrutando. Se puede caer enfermo en la oficina, en el supermercado, en la cola de la panadería. Incluso es legítimo contagiarse en un ascensor mal ventilado, porque eso forma parte del sacrificio cotidiano. Pero enfermar en un cuarto oscuro, en un sótano de discoteca y en ciertos espacios que apenas existen en los mapas, es otra cosa. Es faltar a la liturgia del sufrimiento productivo.
Hay ciertos virus que producen fiebre y otros que producen vergüenza. Los primeros tienen cura; los segundos, apenas paliativos. A veces me pregunto si en el fondo tememos más a la vergüenza que a la enfermedad. O si hemos llegado a la convicción, quizá inconsciente, de que hay que pagar un impuesto moral por el goce: una especie de IVA afectivo que grava cualquier desviación de la respiración recta.
Mientras lo pensaba, vi a una mujer leer el prospecto de un medicamento con la misma expresión con la que se leen las sentencias judiciales. Era un fármaco para una infección de transmisión sexual, pero en su gesto no había preocupación física, sino un pudor casi religioso. Era como si en cada línea del prospecto se le recordara que, antes de enfermar, había vivido. No hay castigo social más refinado que ese: el de convertir la vida en falta.
Tal vez todo esto provenga de una larga tradición en la que el cuerpo es territorio vigilado. Respirar, sí. Desear, con moderación. Sentir, pero sin desbordarse. La salud pública, en ocasiones, parece confundirse con una moral privada. De un lado, los virus inocentes del aire. Del otro, los virus culpables de la carne. Y entre ambos, un sistema de valores que, sin darnos cuenta, organiza la compasión y el rechazo como si fueran departamentos de un hospital metafísico.
Decía Susan Sontag que las enfermedades llevan metáforas adheridas, como barnices que cuesta arrancar. La gripe trae metáforas de fragilidad; el VIH trajo, durante décadas, metáforas de culpa. Quizá por eso se investiga más sobre unos virus que sobre otros. O se financian con más entusiasmo unas campañas sanitarias que otras, como si el sufrimiento, para ser legítimo, tuviera que provenir de una causa respetable. Basta recordar los reiterados intentos del gobierno de Trump de recortar la ayuda internacional contra el VIH/Sida en terceros países para ver cómo incluso la salud se administra con criterios morales antes que médicos.
Pero ¿qué es una causa respetable para enfermar? ¿El aire, ese espacio público sin control? ¿El deseo, esa intimidad que nadie quiere reconocer, pero que todos visitan? Allí donde la medicina calla, la moral habla; y cuando habla, sentencia.
Mientras bajaba del metro, pensaba que el hombre del estornudo volvería a su casa con una sopa caliente y quizá algún cariño. La mujer del prospecto, en cambio, volvería con el peso invisible de una falta. Dos enfermedades, un mismo cuerpo humano, dos cargas opuestas.
Tal vez, en el fondo, la sociedad no teme a la enfermedad, sino a la libertad. El aire es democrático; el deseo, subversivo. Por eso el aire absuelve y la carne condena.
Puede que Foucault tuviera razón: el poder no solo gestiona la salud, también decide por qué caminos es legítimo enfermar. No basta con estar enfermo: hay que haber caído por las vías autorizadas. Por eso, además de vacunas contra los virus, necesitamos una vacuna contra la vergüenza. Esa sí que sería un verdadero progreso higiénico. Porque contra el virus del juicio social, de momento, ni siquiera hay prospecto.









