René Girard fue uno de los pensadores franceses con más impacto de finales del siglo XX y comienzos de esta centuria. Y lo que afirmó al final de su vida en relación con el incremento de la violencia no ha sido por desgracia desmentido por los hechos. Pensaba que la espiral de los encontronazos iría en aumento, sin posibilidad alguna de que el ser humano la paliara.
Lo más conocido de sus aportaciones es su teoría sobre el chivo expiatorio. Se dio cuenta de que todas las sociedades buscan supuestos culpables, víctimas, en fin, en los que depositar la insania y la envidia. Pero se equivocó al creer que la dinámica expiatoria había cesado en las sociedades contemporáneas; yo tiendo a pensar que se agudizado su presencia.
El chivo expiatorio operaba como un purificador: según Girard, en la necesidad de que otro -un inocente- cargara con el odio inveterado que nacía del egoísmo y la envidia humana se explicaba tanto el origen de la religión como de la paz social. Sin esa descarga -sin esa danza en torno a la víctima sacrifical en la que se dejan, como en un altar, el miedo y los rencores, la venganza y la muerte- no habría paz social y, por tanto, se frustraría la convivencia. De otro modo, pues, estaríamos condenados a un enfrentamiento cruento sin fin.
“Se dio cuenta de que todas las sociedades buscan supuestos culpables, víctimas, en fin, en los que depositar la insania y la envidia”
¿Quién cumple hoy la función de chivo expiatorio? En realidad, según Girard, nadie podría hacerlo. Sería imposible porque entre los ancestros que zanjaron la violencia mimética mediante el sacrificio de una víctima y nosotros se ha producido un evento que hizo saltar por los aires la estructura de la pacificación: se trata de la revelación judeo-cristiana.
Para Girard -quien, por cierto, se convirtió al cristianismo al constatar cómo la forma de vencer la violencia inherente a lo humano era radicalmente distinta en la Biblia que en las tradiciones paganas- la muerte de Abel, de Job o, con mucha mayor radicalidad, de Cristo, suponía la llegada a la mayoría de edad moral de la humanidad. En el Antiguo y el Nuevo Testamento se enseña que el miedo y los conflictos, los asesinatos -eso que se ha dado en llamar pecado- no surgen de automatismos ni constituyen el destino ciego al que nos ata la naturaleza. Todo lo contrario: a diferencia de lo que ocurre en formas culturales más antiguas, la enseñanza revelada confirma que la violencia nace de la envidia del hombre.
O sea, por aplicarlo a lo que sucede hoy: hay guerras y enfrentamientos, pero la respuesta para acabar con ellos no reside en mover piezas en el tablero geopolítico, sino en proceder a un profundo cambio en el interior del ser humano. De otro modo, la paz de hoy será el motivo del conflicto de mañana. Y es eso lo que vio al final de su vida Girard.
Habló, ya muy mayor, de Clausewitz y del tratado sobre la guerra del militar prusiano. Para este, la guerra era la continuación de la política por otros medios y Girard confirma que en los momentos en que escribe -en conversación con Benoît Chantre– la situación mundial -en aquel momento se había recrudecido la pugna entre el mundo cristiano y el terrorismo islamista- no es muy halagüeña ni permite hacerse una idea esperanzadora y pacífica del futuro.
Si imaginásemos una línea temporal y nos situáramos al final, quizá pensaríamos que a medida que avanzan las sociedades, estas recurrirían menos a la violencia. El sueño del progreso se topó con una pesadilla y las guerras mundiales -y todas esas, más locales, que se originan en la batalla entre formas de vida contradictorias con pretensiones universales- vinieron a quitarnos la venda de los ojos: no solo la violencia no ha descendido, sino que cada vez parece que estamos más dispuestos a emplearla.
“Hay guerras y enfrentamientos, pero la respuesta para acabar con ellos no reside en mover piezas en el tablero geopolítico, sino en proceder a un profundo cambio en el interior del ser humano”
Para Girard no había salida: la única manera de terminar con la espiral del miedo y el enfrentamiento era a través de una mayor profundización en nuestras raíces cristianas. ¿Por qué sacó estas conclusiones? A su juicio, las sociedades del conocimiento y de la información hacían inútil la operatividad del chivo, es decir, sabemos siempre que las víctimas son inocentes. De ese modo, no hay posibilidad de que funcione la descarga del odio a través de su sacrificio.
Ahora bien, el futuro es negro -según Girard- porque la secularización había dejado inerme la herencia cristiana y, por tanto, tampoco disponemos del acervo moral de la fe para remediar nuestros odios y sed de venganza. Así las cosas, la violencia solo iría en aumento.
Estamos hartos de la guerra -de las guerras- pero también de esas otras explosiones de odio y rencor que uno ve tanto en las calles como en otros ambientes sociales. El camino para la paz no pasa por tratados internacionales o, al menos, no únicamente. Solo un cambio radical de vida, individual, puede explicar que tendamos la mano al prójimo en lugar de propinarle una patada, abusar de él o desposeerle de lo que tiene. Eso no es buenismo pacifista, sino sabiduría moral, que no desconoce que a veces también hay que defenderse.