Los dinosaurios hemos vivido muchas cosas. Una represora sociedad conservadora; una omnipresente iglesia tridentina; una dura y larga dictadura; las ilusiones de 1977 y el optimismo de la Transición; el 23F; la entrada en la CE; el sangriento quiste de ETA en el vientre de la nación; la crisis de 2008 y el 15M; el golpe de Estado del independentismo de 2017; la pandemia de 2020. Sí, acontecimientos de diferente significación, que se correlacionaban, aquellos que hemos vivido como adultos, con acelerones del viento de la historia hacia no se sabe adónde; a progresar no. Pero, créanme, ni muchos ciudadanos, ni este columnista, han vivido una cosa igual a lo que está sucediendo ahora mismo. Que Sánchez haya pasado de calificar el golpe nacionalista como rebelión, a indultar a los condenados por sedición, a eliminar el delito y a rebajar la malversación, por mucho que los agraciados insistieran en que lo volverían a hacer. Que el presidente en funciones prometiera, en su campaña de 2019, traer al prófugo Carles Puigdemont para ponerlo en manos de la Justicia y en 2023 enviara a su edecán de Ferraz a rendirle pleitesía de president, como si lo equiparara a Tarradellas, exiliado de la dictadura, es lo nunca visto. Que el baranda del PSOE aceptara la escenificación de la rendición, no del Estado de Derecho, sí de quienes juraron defenderlo, a los pies de una inmensa foto censurada por el PSOE, de exaltación del uno de octubre de 2017: una urna que ilumina una noche de rauxa nacionalista. Que antes del 23J Sánchez afirmara que la amnistía no se aceptaría y que no entraba ni en la legislación española ni en la Constitución y ahora diga que la propondrá en nombre de España y en interés de España. Cuesta asimilar todo esto, no se puede, cuando intentamos deglutirlo un retortijón mental lo impide. Hay que tener mucho cuajo, mucha poca vergüenza, mucho cinismo, para disfrazar el interés personal con el interés de España, para defender la amnistía en nombre de España. Todo es de una desfachatez inconmensurable. Eso sólo lo puede hacer un autócrata. Vale todo para mantener el poder.
Pero lo verdaderamente grave es que sólo la derecha parece haber reaccionado a lo que parece una demolición del Estado. El Estado no es de la derecha ni de la izquierda, es de los ciudadanos, y si se está descomponiendo no es por una suerte de maldición que pesa sobre este país, sino por la acción disolvente de una izquierda reaccionaria, sectaria, demagoga, totalitaria, que para seguir beneficiándose de los privilegios económicos y de estatus del poder del Estado no ha dudado ni un segundo en aliarse con los independentismos de izquierda, de extrema izquierda, de la derecha plutocrática y del carlismo trabucaire, que pretenden acabar con ese mismo Estado. Me niego a pensar en la inexistencia de una izquierda liberal, honesta, comprometida con los valores de un Estado de Derecho, del imperio de la Justicia, de la separación de poderes, de un gobierno de las leyes y no de los hombres, que tenga el coraje moral de plantarse ante tanta inmoralidad y desvergüenza. Me niego a pensar que no existe una izquierda en España que crea en valores ciudadanos compartidos con la derecha; que su objetivo no sea destruir a sus adversarios sino convencerles; que crea que la alternancia y no la permanencia en el poder es síntoma de salud democrática y de una sociedad libre. Algunos socialistas han expresado su consternación; González, Guerra, García Page, … pero, o siguen en el PSOE o votan, en las urnas y en el Congreso al autócrata de la Moncloa. A lo que estamos asistiendo con la propuesta de amnistía es a la humillación y demolición del Estado que habían contribuido a construir. Si indultar, perdonar, es signo de magnificencia, amnistiar a los golpistas de 2017 contra el Estado de Derecho lo es de pedirles perdón, de humillarse ante quienes querían destruirlo.
Entre algunos comentaristas de la actualidad se han citado, en relación a lo que está pasando y a la casi total unanimidad del comité federal del PSOE aplaudiendo la propuesta de Sánchez defendiendo la amnistía, en el nombre de España y en el interés de España, como única vía para formar gobierno, párrafos de 1984, la ucronía de Orwell. Por su pertinencia, los transcribo: «Los miembros del Partido mostrarán la voluntad leal de decir que el negro es blanco si así lo exige la disciplina del Partido. Además, tendrán que creer que el negro es blanco y olvidar que alguna vez han creído lo contrario; «los miembros del Partido tendrán la capacidad de sostener dos creencias contrarias simultáneamente y aceptando ambas». La primera frase describe el entusiasmo de los corderos al aceptar lo que el autócrata definía hace tres meses como inaceptable. La segunda, ilustra la idea de que el sectarismo y las tragaderas infinitas con tal de mantener el poder consiguen imponerse a las leyes de la coherencia discursiva: «vamos a proponer una amnistía dentro del marco constitucional». Pero, claro, a quienes van a permitir lo que prohíbe la Constitución, artículo 62. I: «Corresponde al Rey ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley, que no podrá autorizar indultos generales» (es evidente en la legislación penal que quien no puede lo menos no puede lo más. El indulto es sólo perdón a los encausados; amnistía es pedirles perdón a ellos, a los que violan las leyes) qué les va a importar estar sujetos a la coherencia discursiva. Viven de la manipulación y corrupción del lenguaje. Como decía Zapatero: «las palabras están al servicio de la política».
La jura de la Constitución por la princesa Leonor bajo la mirada atenta y paternal del Rey Felipe VI en una ceremonia de marcado signo institucional, gran protocolo escenográfico e inequívoca propaganda de Estado, conduce a inevitables consideraciones. Hasta para los avant la lettre devotos del ideal republicano, un Rey responsable y sensato, como Felipe VI, que reúne en su persona una legitimidad ganada a pulso, autoridad moral y liderazgo nacional, resulta un símbolo de la unidad y continuidad de la nación representada por la Monarquía Parlamentaria, a la que no se puede contraponer, sin graves consecuencias, la idea de una presidencia de república encarnada por cualquier protagonista de una clase política enfrentada y dividida por el encono y el odio a los valores de la Transición.