Equivocarse a lo grande es más importante que acertar a lo campeón, si se trata de labrarse una reputación. Francis Fukuyama aporta el ejemplo más sobresaliente de la celebridad adquirida a partir de una predicción ruinosa. En el mismo 1989 de la caída del Muro de Berlín, publicó entre interrogantes ¿El final de la historia?. El libro nacido tres años después ya se había despojado de las muletas cautelosas.
El joven Fukuyama orbitaba en círculos conservadores de las grandes universidades estadounidenses. Su culminación de la historia gracias a un triunfo del liberalismo se hundió literalmente con las Torres Gemelas. El científico político se derrumbó como un objeto de irrisión, nadie suscribiría hoy sus tesis victoriosas. Sin embargo, conserva su aureola de intelectual solicitado en los foros más concluyentes.
Nadie ha exigido al septuagenario Fukuyama una retracción en toda regla de su tesis antimilenarista. Al contrario, en su último artículo remacha que «la democracia liberal pelea una batalla existencial, en un tiempo de la historia en que la democracia liberal ha sido más victoriosa que nunca». Se trata por tanto de mantenerse categórico, de alcanzar conclusiones aunque los renacidos tiempos históricos se encarguen de desmentirlas.
Fukuyama no viene definido exclusivamente por la propensión a equivocarse, sino por incurrir en el error tras haber armado un planteamiento impecable. Esta contradicción, que solo demuestra que la política no es una ciencia exacta, vuelve a dominar su reciente artículo. En Es la internet, estúpido afronta una labor detectivesca para localizar las raíces del indudable asalto al liberalismo.
No es tan decisivo en Fukuyama que describiera El final de la historia, como que situara esta culminación en los años de la descomposición de la URSS. No solo legislaba, recogía además el ambiente de euforia que recorría las cancillerías. Si Moscú era un tigre de papel, y poco después se divulgaría que el aclamado armamento nuclear soviético estaba obsoleto y desorientado, se estrenaba un planeta monopolar. Escorado además a la derecha, favorecida por el profesor de Chicago.
Décadas después, Fukuyama acomete «la explicación del auge del populismo global». De nuevo, acierta de pleno con la génesis temporal, que fija en 2026 porque allí coincidieron el Brexit y sobre todo la primera llegada de Trump al poder. Por si subsiste alguna duda sobre la vigencia de la cuestión, ambos fenómenos mantienen su vigencia. El politólogo finisecular podría haberse remontado a Berlusconi o a la crisis financiera, pero el punto de partida consta de pilares impecables e implacables.
A continuación, Fukuyama acomete la parte más brillante del estudio que debe iluminar al «invierno de nuestro descontento», la frase inicial de Shakespeare en su Ricardo III, un monarca que define a los hombres fuertes iliberales con más familiaridad que clásicos hollywoodienses como Nerón o Calígula. El profesor se arranca por lo sistemático, y desgrana hasta nueve posibles orígenes de la epidemia ultraderechista que se abate sobre el planeta.
Comprimidos en un párrafo, los nueve caballos del Apocalipsis según Fukuyama son la desigualdad económica acarreada por el neoliberalismo, el racismo religioso de sectores progresivamente marginados, el resentimiento contra las élites y los expertos, el talento de «demagogos como Trump», el fracaso de las promesas de riqueza, la agenda de la izquierda ‘woke’ (término que rehúye el autor), la tendencia humana al odio y, por último pero no por ello menos importante, «las redes sociales e internet».
El catálogo deslumbrante no solo consagra la capacidad sistematizadora de Fukuyama, también confirma la superioridad de las universidades americanas bombardeadas ahora por Trump. Sin embargo, el autor se desliza ahora por la pendiente facilona de elegir al enemigo más difuso, que ya habrán adivinado quienes recuerden el título de la contribución, Es la internet, estúpido.
Fukuyama ha vuelto a hacerlo, y concluye culpando al ámbito digital del malestar reinante, con la contundencia usada para decretar el final de los ciclos históricos. Internet trajo el populismo, y de nuevo se acabó la historia. Este veredicto se sustenta en que «el movimiento populista en curso se diferencia de anteriores manifestaciones de la política derechista en que no está definido por una clara ideología politicoeconómica, sino por un pensamiento conspirativo».
Es decir, una cábala de descerebrados habrían tomado el control de la humanidad con teorías disparatadas, utilizando el combustible digital. Por ello, «nada ilustra el papel central de internet en el desarrollo del movimiento populista como la instalación de Robert F. Kennedy de ministro de Sanidad de Trump». La asociación es pertinente, pero no justifica un cambio de civilización, y el inquilino de la Casa Blanca siempre será más proclive al espectáculo que a la malignidad .
Fukuyama antepone la excitación gaseosa del orbe digital a la frustración de las expectativas, ante todo económicas, de sectores crecientes de la población. De este modo, el liberal evita pedirle explicaciones al capital.
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