Terrazas del paseo de Las Canteras, en Las Palmas de Gran Canaria. / ANDRES CRUZ
Cualquier tiempo pasado fue más plácido y mejor. Un tiempo en el que nos saludábamos sin rubor, sin esconder la mirada. Hoy la vertiginosa era de la conexión global canibaliza todo y nos incomunica como nunca. Conectados, pero terriblemente solos. Esa es la diatriba. Cada instante vital vibra con notificaciones, ‘likes’, corazones y mensajes en pantallas lumínicas, que nos mantienen enganchados con un mundo que no cesa de rugir con un vómito impersonal. Una sociedad fallida en la que jamás fue tan extraño emitir un simple saludo. Prodigar la humilde palabra con el vecino se ha perdido. Algo ocurre cuando nuestras miradas se cruzan con prisa, esquivas. Habitamos inmersos en una absurda paradoja al estar rodeados de multitud de voces, pero faltos de conversación. Disponemos de una red de conexiones inmensa, pero sin lazos reales ni sinceros.
La comunicación, por desgracia, ha perdido el rostro. Hablamos sin mirarnos, compartimos sin tocarnos. Ahora, eso de morirse solo y aislados, sin que se entere nadie, se repite. La conexión sustituye al contacto, y el contacto, ese antiguo milagro de presencia, se diluye en el terminal de turno.
Las relaciones personales han pasado a una dimensión donde son demasiado fugaces y se conversa sin escuchar, se saluda sin detenernos. La distancia que ofrece la conexión virtual impera antes que la incomodidad del encuentro real. Es más fácil escribir un mensaje a kilómetros que levantar la mirada en el angosto ascensor. La burbuja luminosa tiene raptado al colectivo, abocado a una soledad compartida.
El absurdo cotidiano consiste en no saber o no querer hablar con quien vive a un metro, mientras compartimos, vía digital, comentarios con cualquier desconocido lejano. Quizá el acto más revolucionario de nuestro tiempo sea algo tan nimio como saludar, no por cortesía, sino por reconocimiento y recordarle a nuestro igual que existe fuera del destello de una ‘smart phone’.
Iniciativas, por ejemplo, como la de los vecinos de Cuesta del Parrado, barrio limítrofe de la capital grancanaria, de reunirse todos los días, frente a una zona ajardinada, para charlar y compartir experiencias en compañía y vencer la soledad es esperanzador.
Tal vez, cuando volvamos a mirarnos a los ojos, comprendamos que ninguna conexión ‘on line’ puede reemplazar la vieja, profunda y humana costumbre de estar realmente juntos.
Ortega y Gasset ya lo barruntó en su día al afirmar con rotundidad que nunca hubo más medios de comunicación y nunca estuvimos más aislados. Hoy, la comunidad hiperconectada ha perdido el arte de la presencia, el arte del buenos días.