Una encuesta del GESOP para este grupo plantea un detallado interrogante. «¿La acogida de inmigrantes debe ir acompañada del compromiso de aprender el idioma y adaptarse a las normas de convivencia de nuestro país?». La respuesta es abrumadora, con un 85 por ciento «de acuerdo» con la integración, y solo un doce por ciento «en desacuerdo». Sintoniza con el barómetro del CIS que sitúa a la inmigración como el segundo problema de los ciudadanos, solo por detrás de la vivienda. Y si alguien teme que España ofrezca un pésimo ejemplo de aceptación, le consolará saber que la exigencia de una adaptación al país receptor coincide con la expresada en Reino Unido (87 por ciento), Alemania (75), Holanda (74), Portugal (72), Suecia (61) o Dinamarca (61), según datos sistematizados por el Financial Times.
¿Qué sucedería si la obligatoriedad de integración de los inmigrantes se planteara exclusivamente a los políticos? Se desconocen los datos que se obtendrían en España, pero se puede aventurar que los gestores serían mucho menos exigentes que los ciudadanos a quienes sirven. El economista Laurenz Guenther analizó las respuestas de la clase gobernante, y se encontró con un abismo en Reino Unido (solo un 47 por ciento exigen la adaptación integral), Alemania (33), Holanda (43), Portugal (18), Suecia (34) y Dinamarca (64). Retengan en efecto el resultado de los daneses, donde los representantes son más radicales que los representados.
Queda claro que la actitud ante la migración divide con contundencia a civiles y políticos. Al margen de debates morales, el estudio concluyó que cuanto mayor es el abismo entre los ciudadanos y sus cargos electos, se dispara el auge de la ultraderecha que es incontestable en los países citados. Salvo en Dinamarca, donde los socialdemócratas se alinearon con la ciudadanía para neutralizar a los extremistas, a costa quizás de sacrificar los principios. Y, por supuesto, los políticos remisos a la asimilación no tienen mejor corazón, sino peores remedios.
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