Vivimos tiempos de culto a la personalidad. Narcisistas por el mundo convertidos por los votos o la fuerza en líderes autoritarios atentan diariamente contra la mesura, la elegancia, la educación, la sensatez, la discreción, la solidaridad y el mínimo respeto por el otro con el objetivo primordial de rendir culto a la personalidad de sí mismos, el apoyo indispensable de su comitiva servil, grotesca y acrítica que los jalea y el desprecio ecuménico por todos los que no se inclinan ante sus sacrosantas opiniones.
Cuando faltan al respeto al que no piensa como ellos, se lo faltan a sí mismos y así, como jamás piden disculpas, es imposible respetarlos, incluso cuando aciertan. Abundan estos personajes tanto entre los mindundis locales como entre los múltiples seres grotescos que encabezan la política mundial hoy en día.
En casa proliferan los ejemplos pedestres. Entre los furibundos, Pablo Iglesias, rabioso con la Academia sueca, salivando contra María Corinna Machado y acordándose hasta de Hitler. También Óscar Puente llamando miserable a Feijóo, que una solo le oye insultar a este hombre. Los hay burletas, no tanto Sánchez, que también, despectivo, desdeñoso y tan sarcástico él –ánimo, Alberto–, sino su segunda María Jesús –oigan su risa loca, como graznido– émula del Joker para superar a todos en hilaridad pelotillera.
Y tenemos entre los domésticos otros ejemplares engolados como Albares, atribuyendo a España el logro de la frágil paz de Gaza, que nos entra la risa como a María Jesús aunque nunca logremos sus espasmos incontrolados.
Y fuera vean entre los más siniestros a Putin, entre siniestro y grotesco a Maduro, grotesco a secas a Milei. Por último el hombre del día, el megaególatra Trump.
Pues resulta enormemente esperanzador el gran logro que, de una manera u otra, con amenazas, presiones y él dice que aranceles, ha conseguido. Y paradójico que, pese a que deberíamos admirarlo por eso, su faraónico ego nos lo haga tan difícil de respetar.
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