Volver para quedarse. / ShutterStock
La otra noche me invitaron a unas copas en la ciudad vieja de Damasco. El clásico popurrí de expatriados, un mundo tan arquetípico como colorido e interesante: una freelancer australiana que escribe para los grandes periódicos anglosajones por cuatro duros, a la que a menudo no le cogen las mejores piezas, porque algún gerifalte sabihondo cree tener mejor olfato periodístico que ella; varios cooperantes franceses con aspecto idéntico a otros –que en el fondo son los mismos- que conocí diecisiete años atrás en otras copas en mi primer puesto en Yemen; intelectuales que hoy se sienten más libres para hablar o publicar, pero que confiesan que se sentían más cómodos contra un enemigo de contornos más definidos; algún vicejefe de agencia de Naciones Unidas ya de vuelta de la vida; una joven como salida de un after de Berlín; sangría y whisky de estraperlo y muchas colillas en los ceniceros. Hablaba con unos y con otros, en esas conversaciones sociales de vía muerta, eso que los anglosajones llaman «chit-chat«, y que no es más que rellenar el silencio con palabras que se lleva el viento. Pero en toda esa palabrería anodina y roma, de comentarios sobre la situación del país, de donde estuvo uno antes, de si me suena tu cara de Bagdad o de Timor Oriental, del «sí, yo también traté a fulanito» seguido de un torrente de críticas a fulanito a lomos de la desinhibición del alcohol, se cuela una conversación de más enjundia, como una pepita de oro en ese cedazo de piedras que mecemos sin demasiadas ganas, mientras damos sorbos a nuestra copa ya caliente y masticamos anacardos por toda cena. Hablando con un joven sirio, alto y sonriente, seguro de sí mismo pese a su juventud, eso que los italianos llaman «un ragazzo in gamba» o los catalanes «un noi molt trempat», me puso ante el dilema de todo exiliado, de todo emigrado. Acababa de llegar de los EEUU, donde había vivido hasta hace unos meses. Parte de su familia, sirios huidos de la guerra con un pasaporte canadiense –en Oriente Medio casi todo el mundo es canadiense-, seguía allí. Se notaba, por lo que contaba, por su aspecto, que provenía de una familia con estudios, de un cierto nivel económico. Le pregunté si pensaba quedarse. Me dijo que sí, que en Siria todo estaba por hacer y que en EEUU él sentía que ya no tenía mucho que hacer. Se había embarcado en un negocio pionero en el país y se le veía feliz, en esa edad treintañera en la que todo parece posible. Dijo que había decidido volver porque por mucho tiempo que uno esté fuera, uno no deja de ser de donde es. Le dije que tenía razón, pero que no todo el mundo tenía opción de volver o de irse, que no todos se lo podían permitir. Me dio la vuelta al comentario, y dijo:» Tienes razón, pero otros, como mi hermana, sí pueden, pero no se atreven a dar el paso». Su hermana era abogada en NY. Le dije que entendía que quisiera seguir con su carrera. Me paró en seco y dijo: «sí, pero no es feliz. Trabaja catorce horas al día, gana dinero pero no tiene tiempo para gastárselo o disfrutarlo, porque la ola diaria le atrapa. Vive permanentemente estresada. Eso no es vida. Ella no se da cuenta, pero yo sí. Por eso he vuelto». Subyacía en sus palabras un criterio moral, patriótico, y otro muy pragmático de hombre mediterráneo en su aproximación a la vida. Pensé que era muy valiente, pues volver requiere a menudo mucho más valor que quedarse, especialmente cuando se ha triunfado en ese exilio forzado. Me vino a la cabeza un chico orensano lleno de morriña y voluntad en los ojos al que conocí en un avión a Dubai. Él emigraba a Australia, su primer viaje en avión, para trabajar allí. Le pregunté –eran los tiempos de la crisis en España-, por qué se iba tan lejos. Me respondió con retranca gallega: “ya de irse…”. Me arrancó una risa triste. Un orensano audaz que no hablaba inglés se fue a la conquista de Australia como fontanero -¿habrá triunfado? ¿hablará inglés? ¿habrá vuelto a Orense?- y un sirio valiente y emprendedor acaba de regresar a un país, el suyo, en el que está todo por hacer. Así se escribe la historia.