Unas cuantas decenas de correos electrónicos analizados por la UCO confirman que una asesora de Moncloa, Cristina Álvarez, intervino de manera activa en gestiones vinculadas a la cátedra que dirige la esposa del presidente del Gobierno en la Complutense. No se trata de un par de favores aislados, sino de más de un centenar de mensajes en los que se contacta a empresas, se coordinan patrocinios y hasta se firman documentos en nombre de Begoña Gómez, algunos de ellos, parece ser, reveladores. La actuación de la Guardia Civil ha desbaratado en gran medida la estrategia de Moncloa de menoscabar la investigación poniendo como excusa algunas actuaciones extravagantes del juez Peinado. Con o sin ellas, no parece andar del todo descaminado el magistrado en sus sospechas. Lo uno no quita lo otro.
Tampoco es una cuestión central de este asunto si la cátedra tiene fines loables o si la universidad acostumbra a tejer alianzas con compañías privadas. Lo sustancial es ¿si una empleada de Presidencia, pagada con dinero público, puede dedicar su jornada a labores que benefician directamente a la mujer del jefe del Ejecutivo? Y más aún, ¿si puede usarse la infraestructura de Moncloa para organizar un business center bajo el paraguas académico? La Fiscalía defiende que no hay daño patrimonial, pero reducir la discusión a términos contables resulta insuficiente. Lo que está en juego es la frontera entre lo público y lo privado, la neutralidad institucional y la confianza ciudadana. Si la Moncloa se convierte en plataforma de negocios –sean académicos o no–, la erosión del principio de imparcialidad será inevitable. No hay que presuponer la culpa ni condenar a nadie, todavía falta que la Justicia determine responsabilidades. La culpa política, a su vez, demasiado evidente, no puede dejarse de lado; la ejemplaridad no la mide únicamente el Código Penal. n
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