“A ver, ¿qué haríais vosotros si os tocaran 120 millones en la Primitiva?”. El CLP Gremlin acaba de lanzar uno de sus ganchos para abrir charla, en voz muy baja, en uno de los pozos de tirador de la posición defensiva en la que se adiestra con sus compañeros. De lo alto cae un frío intenso. Las estrellas están pasmadas arriba, en un cielo de luna nueva, en contraste con las luces de la conurbación madrileña que se ven titilar a lo lejos desde el borde de la trinchera.
Hacia ese horizonte de destellos de colores apunta una ametralladora el CLP Zanker, mirando inmóvil, serio y concentrado, cuerpo a tierra y apenas tapado por un poncho de camuflaje que le ha echado encima su compañero. Se dice que la guerra es muy a menudo esto: charlas insustanciales a oscuras y susurrando en una trinchera, horas de gélidas guardias al raso, un horizonte inmóvil, un gran cansancio y… de repente, los gritos, las luces intermitentes, los fogonazos y el tableteo de las armas.
Los CLP (caballeros legionarios paracaidistas) de la III compañía de la Bandera Roger de Flor de la Brigada Paracaidista, la Almogávares VI, ensayan la guerra en una noche de este septiembre súbitamente frío. “Por lo menos no llueve”, dice Gremlin tumbado en el suelo de la laberíntica trinchera de tierra arenosa, cardos, retamas, alambres y ángulos de hierro que han cavado con sus zapapalas. Es un elemento esencial en la mochila de un CLP. “Somos infantería, y el infante se entierra”, explica el teniente Carlos Soler mostrando la herramienta, un artilugio plegable, ligero, a medio camino entre la pala y el azadón.
Adiestramiento continuado
“Si yo fuera rico, sería obeso de tanto comer uvas tumbado en un sofá, como los romanos”, susurra Gremlin, madrileño, socarrón, que no se separa de su arma. Ha soltado la broma para espantar el agotamiento y el frío, pero proclama luego que, en su opinión, el mejor trabajo del mundo es lo que está haciendo. Su compañero Zanker, madrileño como él, de 21 años, opina lo mismo. Quizá, más adelante, pudieran hacerse guardias civiles, una aspiración muy extendida en su cuartel.
Gremlin y su compañero Mallol estudian un mapa en la trinchera / JJF
Por un recodo del laberinto excavado en el cerro aparece el cabo Adrián Sobrino, sevillano, un veterano del Regimiento de Infantería Barcelona 63 que ha cambiado el cuartel barcelonés de El Bruc por la base Príncipe de la Bripac. “En realidad no he abandonado la infantería ligera”, dice. Durante la guardia habla de fútbol. Lleva como puede “la desgracia” de ser sevillista hasta la médula, y opina que “lo mejor que le podría pasar al fútbol es que desaparecieran el Barça y el Madrid”. Se le impugna la moción. Quedan dos horas de guardia al raso, hasta que venga el relevo.
Apenas se reconocen las caras pintarrajeadas de negro y verde en el cerro que ocupa la sección. El recuerdo que queda es un borroso cuadro impresionista. Hay un rumor sordo de pasos, discretos crujidos metálicos de los fusiles, un rozar de cuerpos forrados con gruesos chalecos que se cruzan en pasillos sinuosos y estrechos. ”Son así para dificultar el avance del enemigo si se cuela”, recita Zanker. Todo es sombra, siluetas y murmullos. O de repente se hace un silencio total, como de depredador al acecho. Solo se ve bien ayudándose de miras térmicas y lentes de visión nocturna, que presentan a los ojos un paisaje fosforescente y vacío. Al fin y al cabo, el enemigo también se entierra.

Dos oficiales se dan novedades en la posición defensiva a las cuatro de la madrugada / JJF
Guardar una posición defensiva forma parte del adiestramiento continuado de 36 horas de marchas, ataques, defensas, repaso de vehículos y rescates sanitarios al que los paracaidistas han invitado a alumnos de las XXI Jornadas de Corresponsales de Guerra, que organizó el Ejército de Tierra. Periodistas y soldados aprenden unos de otros: los primeros, a protegerse y dar los menos problemas posibles; los segundos, a moverse en el terreno custodiando a civiles.
La misión de la Trua
Mucho antes de llegar a las trincheras, al comenzar la noche, con sus suboficiales rodeando un cajón de arena con la que han modelado un plano en relieve, el teniente Soler ha expuesto concisamente la misión: un grupo armado ha secuestrado a un embajador español en un punto del Donbás y se lo ha llevado a una pequeña población. Inteligencia les ha dicho en qué edificio se encuentran, y en el cajón de arena está representado, junto a las otras viviendas del poblado, un terraplén que lo flanquea, y una pineda, el punto por el que piensan acceder para hacer “la limpieza”.
Todo se ve desde arriba en la improvisada maqueta, y eso ayuda a hacerse una composición mental, una rudimentaria topografía del escenario dela “operación Trua”. Es el mote de la tercera compañía. Viene de pronunciar la palabra “tres” en francés: troi. “Santo y seña: Trua Victoriosa”, concluye Soler, y su equipo se pone en marcha.

A la puerta de su compañía, los soldados se van agrupando para partir / JJF
“La limpieza” es un eufemismo: se trata de aniquilar a los captores que hagan resistencia. O sea, entrar disparando, lanzando granadas si es preciso. Y eso es lo que va a pasar cuando el grupo de paracaidistas salga de su nido, la compañía, donde se han camuflado, se han pintado las caras y han cogido sus armas, y vayan caminando por aceras y trochas de monte en busca del cautivo.
Al llegar al punto de reunión entre los pinos, su caminar se hace muy silencioso. Agachados bajo el ramaje, reciben la orden de reptar en el último tramo, por entre los rastrojos que separan el bosque del poblado. Sin ruido, avanzan poco a poco, ligeros, sin las mochilas, que han dejado al abrigo de los árboles.
La guerra urbana es un mundo aparte, con sus propias reglas. La primera para la toma de un edificio, una observación minuciosa de cada ventana y cada esquina, en busca del más mínimo rastro de un francotirador. Después llega un avance vertiginoso hacia la puerta, y el combate con los defensores que, con chándal rojo, están haciendo el papel de comando secuestrador. Inteligencia dijo que serían cinco, pero pronto se comprueba que son muchos más.
“¡Vamos, vamos, vamos!”
En la casa se pelea a muy corta distancia, “limpiando” cada estancia. Ruedan las granadas rojas de entrenamiento por un pasillo, hasta su destinatario final. Y todo a oscuras. A veces los soldados pueden encender una linterna durante menos de un segundo, y la oscuridad se rompe lo suficiente para que el cerebro se haga una idea: aquí mi colega, ahí una puerta, ahí una escalera… Flash y vuelta a la oscuridad total, solo atravesada por los fogonazos de los disparos.

Dentro del edificio, los paracaidistas encienden de vez en cuando un fogonazo de luz para orientarse / JJF
En uno de los pasillos ha caído herido un CLP. Le han dado en una pierna, y él solo se ha aplicado el torniquete negro que todos los paracaidistas llevan en el mismo sitio, entre el chaleco y el cinturón. Se lo pone en la ingle antes de que dos compañeros le arrastren a una habitación segura.
Hay que atenderlo, estabilizarlo. Empieza el baile del march, “que no es marzo en inglés, sino unas siglas americanas para memorizar la atención sanitaria en combate”, ha explicado por la tarde el sargento Miguel Pastor, un atleta de dos metros que con la misma habilidad se pone un torniquete, despliega un cable de acero para remolcar un vehículo o activa a su pelotón en un tiroteo repentino.
Cada letra del march hace referencia a un problema que atajar, y por este orden: Masive hemorrhage; limpiar la Airway, o vía respiratoria; verificar la Respiration; comprobar que hay Circulation sanguínea; y, como el herido habrá perdido mucha sangre, evitar la Hypothermia.
La pérdida de temperatura corporal no es un asunto menor, sino una causa frecuente de muerte de una víctima tiroteada. Eso, o un efecto muy temido por los militares: la hemorragia exanguinante. O sea, morir desangrado.

Dos paracaidistas en un abrigo de su posición defensiva / JJF
Por eso los CLP llevan en su equipo una manta térmica de aluminio, como las que ponen los sanitarios en los accidentes de tráfico, pero con discreto verde oscuro para no llamar la atención. Con el herido en el suelo, envuelto en su cobija, aparece el capitán de la compañía, Jaime José Canales, y empieza a meter caña a voces: “¿Pero esto qué es? ¡Le tapáis la barriga pero no la espalda, y hay que aislarlo del suelo! ¿Tiene más heridas? Puede estar en shock y no darse cuenta de si tiene más taponazos. Miradle. ¡Vamos, vamos, vamos! Quitadle la camiseta y miradle bien si está mojado”.
El soldado ya no se queja. Efectivamente, está muy mojado, pero es sudor, abundante y frío. Canales explica: «Si fuera sangre, la sensación sería otra».
Patear despacio, mirar mucho
Se ha conseguido rescatar al embajador con solo un herido. Retornados a la pineda, el teniente Soler explica: “En una operación real, habríamos tenido que emplear mucho más tiempo, y habría habido más bajas”, y dispone a su gente de nuevo en hilera para salir de ahí.
Las siluetas de los soldados, con cascos y fusiles, recortadas contra las luces de un área urbanizada, componen una escena distópica e inquietante, mientras poco a poco se va perdiendo de nuevo en la oscuridad el grupo de paracaidistas, cadencioso y en silencio, camino ahora de la trinchera. Va a ser la penúltima de las pruebas, antes de que, después de otra caminata con 30 kilos de equipo y armamento encima, los CLP organicen un convoy con sus vehículos de alta movilidad táctica, los VAMTAC.

Zanker va en retaguardia con su ametralladora / JJF
La marcha, patear kilómetros y kilómetros sabiéndose orientar con mapa y sin GPS, es tan normal para el paracaidista como lanzarse al vacío desde una aeronave, solo que se cuenta menos en las anécdotas de la BRIPAC, un colectivo para el que el salto es el centro del ritual. Pero el humilde pateo nocturno de quebradas filas de soldados es una experiencia singular. La sección anda despacio, “con calma y con cuidado”, dice Zanker.
La calma es más segura y discreta que la prisa. Los pasos suenan mullidos a ambos lados de una carretera, como si las botas fueran de gomaespuma. Los CLP avanzan con la atención muy viva. Entre soldado y soldado guardan una distancia de 10 metros, “para ir dispersos y que haya menos bajas si nos explota un IED -trampa explosiva-, pero también cerca como para que, si eso pasa, puedas estar con tu compañero en tres saltos”, cuenta Zanker.
Cuando el sargento señala con el puño, toda la columna se agacha, y los dos hombres de vanguardia y retaguardia se echan al suelo. Son los que portan “las máquinas”, la ametralladora M60 del calibre 7,62. La sección lleva dos, una en punta y otra por detrás, la que le toca a Zanker, que ya ha desplegado las patas de su arma y las apoya sobre una losa de cemento. Hay una trinchera en un cerro, un bosque, un poblado, un enemigo invisible. Hay que pellizcarse: no es Europa del Este sino la linde de Paracuellos (Madrid), donde, callado como un gato, el CLP vigila el entorno desde detrás de la mira de su arma.
Suscríbete para seguir leyendo